miércoles, 20 de agosto de 2014

miércoles, 18 de junio de 2014

El aprovechamiento de la ducha

En la ducha se cantan las mejores canciones y se toman las decisiones más importantes. 
Lavarse es secundario.


Dibujo: @Blancobain_

miércoles, 21 de mayo de 2014

Día de feria

Dejamos de ir a la playa porque, una vez muertos mis abuelos, quedó en herencia su casa del pueblo y mis padres en toda su humildad y sencillez decidieron que nuestras vacaciones, desde ese momento en adelante, iban a ser en el pueblo. No hubo problemas ni quejas por parte de mis hermanos. Todo estábamos en una edad en la que te diviertes sea donde sea; en la playa o en un puto pueblo perdido en el campo, salvo cuando crecimos que ya se nos hacía más pesado. Yo era el más pequeño de todos y la verdad que siempre seguía el ritmo de mis hermanos mayores y me adaptaba a sus formas.

Allí hicimos buenos amigos y estábamos todo el día haciendo cosas que en la ciudad no podríamos hacer nunca. Para la gente del pueblo, éramos gente “especial” o mejor dicho, distinta, por el simple hecho de que no éramos de allí. Eso se traducía sencillamente en que la gente nos prestaba atención. En mi caso concreto, además de tener muchos amigos, recuerdo que las chicas se interesaban en conocerme. Todos los veranos había alguna chica que quería acercarse a mí en el sentido más físico y menos emocional. Me acuerdo de la mayoría de chicas que me dedicaron más de un segundo en aquel pueblo, como por ejemplo de Ana o más bien conocida como Anita; una chica guapa y mal hablada. Morena de piel y castaña de pelo. Los rumores que se oían de ella no la enaltecían, la verdad. Era amiga de una amiga de mi prima y por eso la conocí. Pronto me di cuenta de que yo le gustaba por los comentarios que hacía su amiga y a mí la verdad que me daba igual aunque reconozco que me hacía gracia el hecho de atraer a una chica así. A su lado me sentía bastante niño, que también lo era, pero me refiero a que ella era una niña con cuerpo de mujer y eso me impactaba, puesto que jamás una chica que ya empezaba a entrar en una edad de más madurez en todos los sentidos, se había fijado en mí.

Ella había dejado de ir al colegio muy pronto y trabajaba en la peluquería de su madre, la única que había en el pueblo, junto con la barbería del viejo Anastasio. Ella ya ganaba dinero y yo sólo ganaba la propina de mi madre que solía ser una moneda de quinientas pesetas que gastaba en chucherías y Coca-Cola. Muy patético. Mis amigos me venían a buscar a casa, luego nos juntábamos con el grupo de chicas, donde también estaba Anita y después nos escapábamos ella y yo del grupo y me llevaba a cenar a los mesones del pueblo; ella elegía la comida y ella la pagaba. Los pueblerinos nos miraban raro al ver a un par de críos cenando en esos lugares. Para mí era una amiga e incluso una madre. Por aquel entonces yo no tenía ni idea de lo que era querer y/o amar a una chica. Sólo era un niño.


A finales de agosto eran las fiestas del pueblo y como es normal, montaban una feria con atracciones, algodón de azúcar y pollos asados. Mis hermanos se iban con sus amigos a hacer botellón y no me dejaban ir con ellos; mis amigos no querían ir a la feria y a mí sí que me apetecía, por lo que mi única opción era ir con mis hermanas. Aquel verano ellas se hicieron amigas de los feriantes de una atracción. Era una atracción circular con unos vagones en forma de casco de fútbol americano, para dos ocupantes, que estaban colocados uno detrás de otro hasta lograr un círculo gigante y en el medio había una figura de un jugador de fútbol americano estrujando una pelota con cara de mala leche. Cuando se ponía en funcionamiento la atracción, giraba ese círculo y los cascos en los que iba montada la gente, giraban alrededor de sí mismos. Básicamente eran como las clásicas tazas locas pero algo más “modernas”.

El caso es que mis hermanas se ponían a hablar con aquellos feriantes, que eran los típicos cachas que son medio gitanos, jóvenes, alegres y juerguistas. No sé de qué hablaban pero mis hermanas sonreían mucho y les reían todas las subnormalidades que salían de sus bocas. Yo mientras tanto, a su lado, estaba aburrido viendo como la atracción giraba y giraba, a ritmo de musicote digno de una GOA y con los comentarios del speaker de la atracción, uno de los tíos que daba la chapa a mis hermanas. El speaker decía cosas como: “¡Recuerden que antes de subirse hay que pasar por taquilla y soltar la mantequilla!”, “¡Vamos, vamos, a subir esas manos!” Pero lo que más me gustaba era cuando se ponía a cantar la canción de “La tía Enriqueta” de Chimobayo, mientras sonaba a todo volumen aquella maldita música.

Uno de los feriantes que estaba hablando con mis hermanas me vio aburrido y para hacerse el majo, me dio fichas para montar en todas las atracciones de la feria totalmente gratis. Mis hermanas me dijeron que ellas se quedaban allí y yo me fui a La Olla, otra atracción giratoria que estaba en la entrada de la feria, justo al lado contrario de donde estábamos nosotros. Cuando llegué allí me encontré a Anita con sus amigas subidas en la atracción. Toda la gente estaba saltando en el centro, menos ellas que estaban sentadas en el círculo giratorio. Justo abajo había unos chicos esperando para subirse en la siguiente tanda y cada vez que la atracción giraba y Anita pasaba cerca de ellos, los chicos la insultaban. Bueno en realidad “sólo” decían “guarra” y “puta”. Precisamente no eran un diccionario abierto aquellos ineptos. Ella los ignoraba por completo y recuerdo que se reía al ritmo de la atracción. También había otras veces en que había presenciado como la “piropeaban” al estilo obrero, es decir, diciéndole un millón de guarrerías para hacer con ella y su cuerpo. Cuando La Olla paró, se bajaron y me vio, fue corriendo hasta donde estaba y me dio un abrazo. Yo ni si quiera la abracé pero estaba contento de haberme encontrado con ella. Le dije que tenía todas las fichas del mundo para montarme mil veces en cada atracción y ella me dijo que quería montar conmigo esas mil veces. Sus amigas se fueron. Recuerdo que escuché como la amiga de mi prima le decía a Anita; “Vente con nosotras ¿No ves que es un niñato que sólo está deseando montarse en el tiovivo?” Y era cierto, bueno, me la sudaba el tiovivo, pero quería estar allí montando en todas esas gilipolleces. La verdad que nunca entendí porque yo le gustaba, tampoco me lo dijo y tampoco se lo pregunté; no me importaba. Esa noche ella se quedó conmigo y nos subimos a casi todas las atracciones, incluso en las camas elásticas, donde me dediqué exclusivamente a hacer mortales y a saltar sobre la colchoneta de Anita en el momento más inesperado para que ella perdiera el equilibrio y se cayera al suelo. Cuando eso sucedía me agarraba rápidamente del brazo como si fuera un gato y me empujaba para que me cayera sobre ella, que no paraba de reír y trataba de darme un beso en los labios que yo siempre esquivaba.

Por último, fuimos la atracción donde había dejado a mis hermanas y ahí seguían hablando con los tíos esos mientras comían pipas sin sal. Me quedaban dos fichas y me subí allí con Anita. Girábamos deprisa sobre nosotros mismos y ella riendo/gritando se agarraba a mí, mientras yo me agarraba a las barras metálicas de seguridad que evitaban que saliéramos volando. Al acabar me despedí de Anita, que me dio un beso en la mejilla, y yo me quedé con mis hermanas hasta que cerraron la atracción. Una de mis hermanas se intercambió una pulsera con el speaker; Él le regaló una de tela de color azulada que tiró nada más llegar a casa y mi hermana le dio un aro de madera que llevaba en su muñeca. “Vaya chorrada” pensé. Nos fuimos de allí y al día siguiente volvimos a la ciudad. El verano había acabado para nosotros. Nunca más aquellos feriantes volvieron a la feria y jamás volví a hablar con Anita en los sucesivos veranos porque, según me enteré después, jamás me perdonó no ir a despedirme de ella la mañana que nos fuimos a Madrid.

 


El fin de semana pasado estuve en las fiestas de Rivas-Vaciamadrid con mis amigos y dimos un paseo por la feria. Había una atracción exactamente igual que la del rugby pero era de otro color, más grande. No sé, no pensé que iba a ser la misma pero instintivamente busqué la taquilla y allí estaba el speaker, como si no hubiesen pasado los años por su cuerpo, con la pulsera de madera de mi hermana en su muñeca totalmente desgastada y con algunas de sus partes quebradas. En realidad su brazo estaba lleno de pulseras, supongo que las iría coleccionando... Y me acordé de Anita, de aquella chica que no volví a saber nada más de ella después de ese verano. Me acordé de que quería quererme o algo parecido y yo jamás lo entendí y mirando la atracción, sentí como volví a girar y girar bajo las luces y la música con una chica guapa por la que jamás sentí nada extraordinario.

@HoldenCenteno

lunes, 12 de mayo de 2014

Adicto a este gin tonic

Se llama "Cuando el amor deriva en alcohol"
y no lo sirven en ningún lugar del mundo.
Sólo lo sé hacer yo.


Me gusta cargado y jodidamente dulce.

Dibujo @Blancobain_

miércoles, 5 de marzo de 2014

La casa de verano

Silencio. Quietud. Se acerca la primavera. Aún nadie habita la casa de verano y sus habitaciones descansan tranquilas, mientras los cuadros del piso de arriba deambulan sin miedo a ser vistos por los dueños de la casa. Lo mismo hace el resto de muebles; van de un lado a otro del pasillo. En la sala de estar juegan una partida de póker las cuatros sillas. Ríen, beben y fuman; la que tiene el cojín traído de Marruecos es la que manda y de vez en cuando moja uno de los flecos en su vaso de whisky y cada vez que lo hace, cambia el gesto y grita: “¿Se puede saber quién coño me ha servido este brebaje barato e insípido?”. La silla de metal, la más fea de todas, se encoge un poco y pierde su vista por el suelo; es ella la que ha puesto las copas con el whisky barato en vez de abrir el Chivas que lleva intacto desde que el padre de familia lo llevó para la fiesta que había organizado para sus colegas y que finalmente nunca se celebró porque le dejaron tirado.

Las camas preparan la cena mientras se cuentan las historias del verano pasado cuando la casa estaba llena de gente. La más vieja de las camas es la que siempre pela las patatas y lo hace con una velocidad y precisión tan brutal que a la vez es capaz de criticar, junto al resto de camas, a sus dueños; “Los muy idiotas son incapaces de cambiarme los muelles rotos.” Dice indignada. También la cuna anda por ahí alrededor de todas, de un lado a otro, picoteando lo que están preparando para cenar hasta que tira un par de huevos al suelo y la cama más grande le suelta una colleja con la que le provoca una buena llorera.

El autorretrato no supera la tristeza de haberse quedado solo y ya es el quinto invierno que pasa horas sentado en el patio y con la mirada perdida. A veces llora porque el bote del cloro de la piscina le grita desde allí que es el autorretrato más feo que ha visto en su vida. Se lo repite siempre que se sienta en el patio. El autorretrato se pregunta cuántos autorretratos habrá visto en su vida un bote de cloro para piscina y, aunque sabe que en su vida ha visto ninguno, acaba llorando.

Las tazas andan locas por el desván jugando al escondite. El pack de tazas que sus dueños trajeron de china están más que preocupadas porque el asa de un par de ellas se rompieron una tarde que jugaron a la comba con los cordones que le habían robado a unas viejas Converse que ya nadie usaba. La jarrita china que sirve la leche, y que es la más bonita del pack, les regaña a las dos que ahora están rotas y lo hace con su dulce acento pekinés que aún no ha olvidado: “Yo avisé: no lobal coldones de zapatillas. Lobal siemple malo, y ahola vosotas lotas. Jolilamente lotas.“ Las tazas suspiran ante la regañina de la jarrita pekinesa.

Escoba está de vacaciones y se pasa el tiempo peinando su cabello y quitándose las pelusas. Es muy coqueta. Le gusta pensar que el resto de objetos de la casa la miran cuando camina de un lado a otro y se contonea. De hecho, el recogedor alguna vez le ha dicho algún piropo pero ella se ruboriza cuando le escucha y le suelta alguna bordería. A ella le gusta él pero no está del todo convencida y el recogedor lo sigue intentando cada día.

En la habitación de arriba la guitarra se acaricia procurando animar a los armarios que lloran desconsolados por lo vacías que ahora están sus almas. Los dueños de la casa se llevaron todo y no dejaron nada. La guitarra toca las cuerdas y canta canciones tristes. Ese tipo de canciones que uno escucha cuando echas de menos de alguien. Los armarios a veces le piden que toque temas de Chuck Berry y cuando lo hace, empiezan a dar tales saltos de alegría que los de la habitación de abajo siempre les piden que paren y claro; vuelven a esas canciones tristes. A veces el pequeño armario abre la ventana y se apoya sobre el alfeizar y suspira tanto que estornuda por las motas de polvo que lleva dentro.

El viejo baúl lee un libro ya olvidado en el fondo de sus tripas que estaba escondido entre las mantas. “Los sufrimientos del joven Werther” está escrito en la portada. Se ha puesto las gafas que su dueña guardó un día porque ya habían perdido su graduación. Las gafas son unas viejas Ray-Ban de pasta de carey que le dan un toque atractivo al viejo baúl.

Las lámparas buscan bombillas de 60 vatios. Hay bastantes que están fundidas y la lámpara de araña de cristales de swarovski lleva unas semanas sin ver una puta mierda y se queja indignada: “¡A mis cincuenta años de vida y fundida! Siempre luciendo en las fiestas más caras de esta familia y ahora nadie se molesta en cambiarme ni una sola bombilla ¿Tanto cuesta? Es decir… Soy la lámpara más cara de esta maldita casa ¿Por qué me olvidan ahora? Esto antes no me pasaba ¡Antes se me respetaba!” El resto de lámparas la odian pero simplemente porque saben que ellas fueron compradas en unos grandes almacenes de un polígono industrial, mientras que a ella la trajeron de un famoso anticuario de la Plaza Roja de Moscú. Tienen envidia; Una noche, una de las lámparas la llamó puta, le robó uno de sus cristales y lo escondió en la alacena. El resto de lámparas la encubrieron de una forma tan luminosa que se fueron los plomos y esa noche las velas volvieron a encenderse con las cerillas que si hay algo que odian es que rasquen sus cabezas contra un fósforo para hacerlas prender.



Alfombra se pasa el día pegándose contra la pared para quitarse el polvo que tanto odia. Todos los muebles saben que es de imitación Persa y ella también lo sabe pero se engaña así misma imaginando que la trajeron de tierras desconocidas y lejanas. De hecho, está tan engañada, que cuenta historias sobre todos los viajes que hizo hasta llegar allí y todas la miran y la sonríen y le siguen la mentira para que no se ponga triste. Un día el cojín más gordo de todos, justo pasaba por allí, comiendo un donuts caducado que había encontrado en la despensa, y en plena historia de la alfombra le dijo; “Tú eres como la gran mayoría de nosotros, que no hemos salido de este país nunca, así que deja de decir tonterías. No eres más que una imitación persa.” Alfombra se puso furiosa y le contestó que al menos ella no era una “puta gorda” como él. Casi se pegan. Suerte que la televisión se puso en medio para evitarlo.

Según se sube por las escaleras, de frente, el gran espejo no se mueve. Está triste como sólo puede estarlo un espejo en el que no se mira nadie. Está jodido porque sabe que hasta que no llegue el verano no volverá a verla; a ella. Esa chica tan guapa que siempre le sonreía cuando terminaba de cepillar su pelo largo. Un pelo castaño infinito que llegaba más allá de su cintura y de sus caderas. El espejo era feliz cuando ella pasaba por ahí y se detenía un instante para mirarle a los ojos. De hecho era la única persona que le había mirado de esa forma tan sincera. Ahora lleva meses sin verla, necesita volver a encontrarse de nuevo con ella; frente a frente y saber que aún sigue sintiendo lo mismo que sintió el primer día cuando miró sus ojos grandes y alargados del mismo color de su pelo.

Y así es la casa de verano cuando nadie habita en ella. Y yo, Bolígrafo, a punto de morir, seca ya mi sangre azul, escribo lo que nadie ha visto jamás.

martes, 25 de febrero de 2014

miércoles, 15 de enero de 2014

Fuegos fatuos

El verano que aprobé Selectividad no me fui de juerga como suele hacer todo el mundo que se va a Mallorca o alguno otro destino  de ese tipo para beber más de la cuenta, dormir poco y  comer a la hora en que uno se despierta, cosa que no me parece mal, dicho sea de paso, pero decidí irme de voluntario a Eslovaquia, a uno de sus pueblos perdidos, del que ya he olvidado su nombre. Fuimos un grupo de unos diez amigos del colegio con una actividad que organizaba éste, con el fin de ir a ayudar en diversos aspectos a un pueblo que estaba realmente jodido. Antes de eso, la verdad que nos dimos un pequeño homenaje y visitamos durante unos días la ciudad de Viena, luego Budapest y finalmente cogimos un tren que nos llevó a Bratislava y de allí cogimos otro que en tres horas nos dejó en un pueblo desconocido. Después tuvimos que recorrer a pie diez kilómetros para llegar al pueblo donde íbamos a echar una mano. Era verano y aún así llovía con frecuencia, incluso cuando hicimos aquella caminata que nos dejó con los pies destrozados y llenos de barro.

Al llegar allí, nos esperaba Dusan. Un joven de alrededor de veinticinco años que llevaba tiempo trabajando en una ONG dedicada a solucionar problemas que afectaban a la vida cotidiana de los habitantes de pueblos eslovacos. Él atendía a los voluntarios españoles debido a su manejo casi perfecto con el idioma. Llegamos cuando anochecía y fuimos el último grupo de voluntarios en hacerlo. Ya había alrededor de cincuenta personas de todo el mundo que habían ido ahí a lo mismo que nosotros. La cena estaba preparada en el enorme vestíbulo del teatro abandonado donde íbamos a vivir durante dos semanas. La corriente de luz funcionaba a la perfección pero no había ningún tipo de calefacción y a pesar de ser verano hacía frío. Ni si quiera tenían radiadores y las paredes estaban que se caían. Según nos contó Dusan, el teatro había sido construido por un rico pensando que en aquel pueblo podría tener éxito, ya que tenía una población de más de diez mil habitantes, pero lo cierto es que nunca se llegó a estrenar ninguna obra y el hombre lo abandonó por completo. El vestíbulo servía como cocina/comedor y el menú era siempre el mismo; purés y sopas de sabor asqueroso y de segundo un buen plato de arroz. Los domingos había pollo como si fuera un lujo y nos ponían Kofola que era el equivalente a la “Coca-Cola” de allí y que por supuesto, estaba asquerosa.

Dormimos en las tripas del teatro. Allí nos juntábamos todos los voluntarios y los más suertudos dormían en el escenario, done el suelo era de madera y aislaba un poco (sólo un poco) el frío. A nosotros nos tocó dormir con nuestros putos sacos en el suelo de mármol de la platea del teatro que ni si quiera las esterillas eran capaces de paliar su gélido roce.

Al día siguiente nos despertamos a las ocho, desayunamos y se hizo el reparto del trabajo. Nuestro guía, era Dusan, ya que nosotros éramos los únicos españoles. El trabajo que nos tocó era construir un camino de asfalto que saldría de la carretera principal, ya asfaltada, hasta el cementerio del pueblo. Aquel trabajo asignado nos gustó, nos pareció una buena forma de ayudar a la gente de allí, ya que Dusan nos había explicado que eran profundamente espirituales y hasta el más ateo quería descansar en paz dentro de un nicho; de hecho, nos explicó que “Dusan”, su nombre, significaba alma o espíritu. También nos contó que un día de lluvia, la comitiva funeraria, que iba caminando por la carretera principal asfaltada, cuando tuvieron que desviarse por el pequeño camino del campo hacia el cementerio, todo ya estaba encharcado y lleno de barro y a pesar de ello continuaron hacia el cementerio porque no había otro camino alternativo para llegar hasta él. A los pocos metros se les cayó el ataúd a los que lo portaban en los hombros y al ser de mala madera, hecho por un familiar la noche anterior con cuatro simples bloques de madera con forma rectangular, se desquebrajó, y el cuerpo del muerto impactó contra el barro. Todos los que seguían a la comitiva, que por lo visto eran unas quince personas, dejaron allí mismo el ataúd roto y levantaron al muerto con sus manos hasta dejarlo en el hueco de la tumba. Aquella historia nos conmovió.

Fuimos al camino, que estaba rodeado de hierba y flores, pero por donde pasaba la gente cuando iba al cementerio sólo había tierra, baches y pedruscos, debido a todas las pisadas que se producían cada año desde hacía ya unos siglos. Allí conocimos a nuestros “jefes” de obra. Un cura católico que nos presentaron como “Edo”, que medía casi dos metros y era como un verdadero armario empotrado; totalmente musculado con ojos claros y el pelo liso eléctrico de color rubio. Tendría unos cuarenta años y además de dar misa por las mañanas a las cuatro viejas de turno, se dedicaba a arreglar todo lo que podía en el pueblo; por eso tenía aquel aspecto de forzudo. No llevaba sotana ni nada de eso. Sólo una camisa negra con el cuello blanco típico de cura pero abierto,  unas bermudas negras y zapatillas grises estilo New Ballance, pero de marca nisuputamadre. Nuestro otro jefe se llamaba Dalibor y era un carpintero del pueblo. Un hombre profundamente ateo. Tendría unos cincuenta años y también su pelo era rubio pero muy rizado. Era bajito y fuerte. El polo opuesto al padre Edo pero a pesar de sus diferencias ideológicas y religiosas tenían una amistad irrompible; tanto que  eran mejores amigos, y eso que se habían conocido sólo un par de años atrás cuando Dalibor decidió empezar a colaborar con la ONG de Dusan. En ese pueblo sólo había la parroquia de Edo para los católicos, un templo de calvinistas, otro para evangélicos y la de los ortodoxos. Era increíble ver como en un puto pueblo perdido en el mundo convivían cuatro religiones y todos ellos acababan enterrados en el mismo cementerio, aunque en zonas estrictamente separadas. Incluso los ateos tenían una zona particular.

El trabajo era bien sencillo pero muy duro. El padre Edo y Dalibor habían hecho ellos mismo el 10% de la carretera asfaltada por el camino para que nos sirviera de ejemplo. Ambos nos explicaron el proceso. Dusan nos traducía simultáneamente. El padre Edo y Dalibor de cuando en cuando paraban de explicar y se ponían a discutir entre ellos y cuando lo hacían Dusan no nos traducía. Empezamos con el trabajo. Primero teníamos que cavar huecos con una profundidad de medidas exactas para que encajaran las piedras rectangulares de dos metros y medio de largas y de 20 centímetros de ancho que el Padre Edo y Dalibor habían traído de la estación de trenes abandonada y ahora estaban allí agrupadas en montañas. Pesaban mucho, las teníamos que cargar entre varios y para “divertirnos” jugábamos a ver quiénes eran capaces de levantar una entre los menos posibles ya que Edo y Dalibor eran capaces de trasladarlas juntos. Nuestro récord fue trasladar una entre tres personas. Lo normal era cargarlas de dos en dos entre siete personas (y sufriendo) con unos mosquetones que iban agarrados a unos palos de aluminio que era el instrumento que utilizábamos para levantar las piedras. Se ponían una al lado de otra hasta conseguir un ancho en el que cabía un coche. Después asfaltaríamos de forma muy rudimentaria aquel camino para despedir a los muertos que medía aproximadamente unos cien metros.


Había veces que Dalibor o el padre Edo nos corregían nuestro trabajo cuando lo hacíamos mal y nos indicaban con gestos sin necesitar la traducción de Dusan. El último día de trabajo sólo estaba el padre Edo. Estábamos terminando de asfaltar la carretera. Al final de la tarde llegó Dalibor y le dijo algo llorando a Edo. Dusan puso cara de que había sucedido alguna desgracia pero no nos dijo nada. Después Dalibor llorando empezó a decir unas palabras que se me quedaron grabadas. Eran unas palabras entre lágrimas, lleno de rabia; “Seriem na boha” decía. “Seriem na boha” repetía una y otra vez. Y todos los que estábamos allí nos dimos cuenta y le preguntamos a Dusan qué significaba aquello. Dusan, que era evangélico, movió la cabeza de un lado a otro en señal de lamento y al final nos dijo; “Se ha muerto el hermano de Dalibor y, traducido literalmente, está diciendo  “a la mierda Dios”, que en español se diría…” Dudó un momento y miró hacia arriba como haciendo un esfuerzo terrible para encontrar la expresión adecuada. Hasta que un amigo dijo en alto; “Dalibor se está cagando en Dios”.  Dusan asintió con la cabeza y nosotros al descubrir el significado espontáneamente miramos cuál era la reacción del padre Edo, que muy serio le pasaba el brazo por la espalda y lo apretaba contra su pecho mientras Dusan lloraba sobre su camisa negra.

El hermano de Dalibor vivía y cuidaba de él desde siempre debido a que tenía una grave enfermedad degenerativa que terminó acabando con su vida en aquel preciso momento. Ambos solteros, sin hermanos y con sus padres ya muertos, no tenían a nadie. Su hermano (no recuerdo el nombre) también era ateo pero Dalibor le pidió al padre Edo que oficiara la ceremonia, eso sí, enterrándole en la tumba de sus padres, que estaba situada en la zona de la gente que no profesaba ninguna religión. Además nos pidió entre lágrimas, mientras traducía Dusan, que quería que todos los que habíamos ayudado en la construcción de la carretera, ahora le ayudáramos a llevar el ataúd. Por supuesto que aceptamos. 

Estaba previsto llevar el ataúd al final del día siguiente antes de que anocheciera con la esperanza de que el asfalto se secara y se logró porque no llovió en toda la noche, ni durante el día siguiente.  Sobre las seis de la tarde sacamos el ataúd de la casa de Dalibor donde se improvisó una capilla ardiente para que fueran a visitarlo. Sólo se pasaron por allí todos los voluntarios que iban llegando como un cuenta gotas para cubrir todas las horas hasta el atardecer para no dejar solo a Dalibor en compañía del cadáver frío de su hermano que ya empezaba a oler. Atravesamos todo el pueblo, cogimos la carretera y después de media hora de recorrido llegamos al camino que habíamos hecho, donde nos esperaban todos los voluntarios alrededor de él y algún que otro viejo curioso que se había enterado de la noticia. Cada uno cargaba de una forma el ataúd, unos en el hombro y los que ya no podían agarrarlo por ningún lado, lo iban sujetando por los lados con las manos para evitar que se cayera. Dalibor era el primero de todos y lo llevaba sobre su hombro derecho.

Cruzamos nuestro camino pisándolo con fuerza. Sintiendo cada pisada. Sabiendo lo afortunados que éramos porque el azar había tenido el capricho de que nosotros fuéramos los primeros en atravesarlo para enterrar a un habitante de aquel pueblo.

Al entrar al cementerio fuimos a la tumba de sus padres que ya estaba abierta. Cinco de nosotros bajamos con cuerdas el ataúd después de que Dalibor lo besara. El padre Edo, esta vez revestido con sotana, comenzó a rezar en alto oraciones en latín y no pasó más de un minuto para que empezara a diluviar. El resto de voluntarios se fueron corriendo para resguardarse de la lluvia y solamente nos quedamos allí el padre Edo (que seguía con sus oraciones), Dalibor, Dusan y nosotros. Cuando Edo terminó con lo suyo, hizo un gesto con la mano señalando a las palas y tres de mis amigos comenzaron a echar tierra sobre el ataúd mientras el padre Edo se santiguaba y decía “Requiscat in pace”.  


Y allí nos quedamos, calándonos hasta los huesos, en silencio, mientras escuchábamos como la lluvia chocaba contra la tierra y las tumbas, presenciando por primera y única vez en mi vida los fuegos fatuos. En medio de aquello, Dalibor rompió a llorar y mientras le tratábamos de consolar con nuestros abrazos, de pronto el padre Edo empezó a entonar el Sanctus con una solemnidad perfecta. Con una voz tan delicada y fuerte que jamás habríamos podido creer que se trataba de la suya si no lo hubiéramos visto con nuestros propios ojos. Aquel canto gregoriano nos hizo convertirnos en lluvia, en muerte y en vida.

Al salir del cementerio, nuestro camino ya se había ido a tomar por culo. La lluvia lo estaba destrozando por completo y sin decirnos nada, volvimos a cruzarlo, pisándolo con más fuerza que antes mientras notábamos que los pies se nos hundían sobre aquel asfalto que se iba diluyendo. Y volvimos a sentirnos afortunados porque el azar decidiera de nuevo tener el capricho de destruir nuestra obra justo después de haberla estrenado.

A la mañana siguiente volvíamos a Viena para coger un avión y volver a casa. Recuerdo que cuando nos fuimos al autobús que nos llevaba a la ciudad, miramos a través de la ventana y allí estaba Dalibor y el padre Edo que nos habían acompañado para despedirse de nosotros. Cuando el bus arrancó y se puso en marcha, recuerdo que Edo alzó su mano para bendecirnos e hizo hacia nosotros la señal de la cruz; su mano fue de arriba abajo y de izquierda a derecha. A su lado estaba Dalibor, el profundo ateo y mejor amigo del cura. Él no nos hizo ningún tipo de bendición o sí, a su manera, mientras el padre Edo hacía eso, Dalibor alzó su mano derecha con los dedos en forma de “V” y después al bajarla, alzó el puño izquierdo hacia el cielo.

@HoldenCenteno