Esos poemas y relatos que escribíamos, pasaban un filtro, o mejor dicho, una purga, y los mejores eran publicados en un pequeño cuadernillo que repartían todos los profesores de lengua a todos sus alumnos. Alrededor de mil ejemplares que a nadie le interesaban y que solían acabar tirados en la basura o por los suelos del colegio. Aún guardo los ejemplares.
En realidad nosotros queríamos publicar en la página web que derivaba del taller y que guardaba el mismo nombre. En ella escribían los antiguos alumnos que ahora eran reconocidos poetas en el mundo de la literatura, profesores de prestigio, poetisas únicas y escritores de prosa con unos cuantos libros ya publicados. Era una revista digital que se leía mucho, no como nuestro puto cuadernillo que en el mejor de los casos (cuando era leído), los chavales si se cruzaban contigo en el recreo, aprovechaban para reírse de las palabras que habías escrito.
Empecé a interesarme por la poesía y sólo garabateaba versos, bastante malos, hasta que escribí un poema que marcó un antes y un después en mi forma de escribir. Aquel poema lo pude hacer gracias a la primera chica que encendió mi alma y gracias a uno de mis ídolos; Bernini. Por aquel entonces sólo tenía dieciséis años. Era pequeño y mi forma de escribir y de entender el lenguaje no tenía nada que ver con las palabras y formas que ahora tiñen mis papeles. El poema lo titulé “La triste historia de Apolo y Dafne”.
Decidí enviárselo al director de la revista digital y a los pocos días recibí un email del jefe del taller e integrante del consejo editorial de la revista, en el que me decía (copio y pego):
Eh tú, chaval, tengo que decirte algo. Me hubiese gustado decírtelo a la cara, pero bueno: eres un mamonazo y apestas. No, en serio (lo que no quiere decir que no seas un mamonazo y que no apestes), el asunto que nos concierne ahora es otro.
Resulta que hemos decidido publicarte en la revista digital, la grande, la seria, la buena, la auténtica, la única e inigualable y no esa burda imitación de mierda en la que escribís todos vosotros y que nadie lee.
Como ves, esto supone mucha responsabilidad: puede ser que empieces a formar parte del selecto club de gente que publica en la revista. En tus manos está, todo depende de la calidad de los textos que mandes... si es que mandas alguno, mamonazo. De momento hemos decidido publicar una poesía tuya, la penosa historia de una pareja de amargados.
Así pues, que lo sepas. Eso es todo por ahora. Saludos.Un email del típico tío que finge ser tu colega, te miente diciendo que le hubiera gustado darte la noticia en persona, se hace pasar por gracioso (lo hace mal) y solo sabe decir la palabra “mamonazo” para hacerse sentir más cercano, consiguiendo así el efecto contrario. Me jodió aquel penúltimo renglón en el que cambiaba el nombre a mi poema y lo mutilaba, bautizándolo como “la penosa historia de una pareja de amargados”. Maldito hijoputa.
Desde entonces dejé de publicar en el cuadernillo y me empezaron a publicar muchos poemas en la revista digital hasta que, sin previo aviso, dejó de actualizarse, por motivos que desconozco. El club selecto resultó no ser tan distinguido y se hundió por el peso de la dejadez y el falso amor por el mundo de las letras.
La triste historia de Apolo y Dafne
Huiste de mí entre los bosques.
Tan solo quería hablarte de mi vida,
de todas esas historias que nadie escucha
y sin embargo a ti te gustaban
y lo mejor de todo es que te hacían reír.
Vienen a mi memoria aquellas tardes
en las que hablábamos bajo los laureles,
donde parecía que tu pelo olía a tomillo
y tu cariño al aroma que deja la lluvia
en la tierra húmeda del campo.
Pero una mañana paseando contigo
sin saber por qué, te marchaste.
Corrías rápido esquivando las ramas de los árboles
que se cruzaban en tu huída.
Sin apenas pensar, seguí tus pasos,
torpemente corría, resbalando con el musgo,
hasta tropezar con una piedra.
Ahí me quedé, tendido en el suelo,
viendo ya tus piernas apresadas en el barro.
Gritabas mientras tus manos suaves
se volvían tan ásperas como las ramas
y aquellos dedos tan finitos y delicados
se convertían en hojas,
mientras tu rostro puro
pasaba a ser un tronco retorcido.
Llegué a ti despacio,
me senté sobre tus raíces
y te dije llorando
que si ser un árbol era tu deseo,
me convertiría en mirlo
para juguetear entre tus ramas,
que como dijo un poeta;
“donde hay amor, no manda enamorado”.
@HoldenCenteno