domingo, 27 de octubre de 2013

miércoles, 23 de octubre de 2013

De cuando conocí a Antonio Vega

Mi hermano por aquel entonces había llegado a ser el jefe de tienda de un Telepizza. Yo era pequeño y para mí, tener un hermano currando en el Telepizza era como el paraíso; en cambio para él, era un puto infierno. Digo que era un paraíso porque al día siguiente, cualquier día de la semana, al despertarme, entraba en la cocina y ahí me estaban esperando unas flamantes cajas rojas de pizzas que les habían sobrado de la noche anterior. Yo las metía en el horno y me las desayunaba. Eso es un sinónimo del paraíso, para mí, que soy gilipollas y encuentro el paraíso en las cosas más estúpidas y terrenales del mundo.

Él, antes de aquello, trabajaba como “push” en montajes de conciertos con la mejor empresa del país que suele montar todos los directos de las mejores bandas nacionales e internacionales. Para los que no sepan lo que es un push, son aquellos que se dedican a cargar y descargar absolutamente todo lo que haya que cargar y descargar para levantar un escenario. Sabía mucho de música pero no había estudiado lo suficiente para ser técnico de sonido. Había nacido en los ochenta y fue una de las “victimas” que quisieron alargar la Movida Madrileña en la década de los noventa y todo lo que fuera posible. Su máximo héroe era Antonio Vega. Como fan, logró llegar a ser uno de esos pocos fans que el artista ya conoce y le permite casi todo. Con esto me refiero a que entraba en sus camerinos como el que pasa a mear al cuarto de baño de un bar. Siempre llevaba su cámara y le captó en varias ocasiones de forma directa con su permiso. Me regaló dos de sus fotografías que son totalmente inéditas y las conservo como si fueran oro. En una de ellas sale en la puerta del Café Libertad 8. Lo mejor de aquella fotografía es que aparece Marga, con un cigarro en la boca, justo saliendo por la puerta, lanzando hacia él una mirada indetenible. Marga, muchos años más tarde, cuando ya había fallecido, fue la protagonista de uno de los últimos discos de Antonio Vega que se tituló “3000 Noches con Marga”. Se me ponen los pelos de punta cada vez que miro esa fotografía de dos personas que ahora están muertas y en ese instante estaban llenas de vida, repletas de amor, llegando a pasar tres mil noches juntos. En la otra fotografía, sale en el camerino de Galileo Galilei. Con cervezas, whiskys y sólo un poco de agua sobre la mesa. Mi hermano se llegó a convertir en su fotógrafo no oficial sin darse cuenta.


Pero volvamos al “paraíso” de tener un hermano que curraba en un Telepi. Uno de mis amigos, al salir del colegio, siempre me decía que fuéramos a verle para que nos diera de merendar. Yo me negaba pero normalmente terminaba cediendo y allí nos presentábamos. Mi colega le daba la chapa para que nos invitara y por supuesto, mi hermano lo hacía, pero la mayoría de veces se negaba y nos mandaba a tomar por culo, educadamente, eso sí. También recuerdo que una vez se le olvidaron las llaves de una parte de la tienda en casa. Sonó mi móvil y me dijo “Coge las llaves que hay encima de mi mesa y me las traes ahora mismo. A cambio te daré una pizza familiar con los seis ingredientes que quieras.” Le dije los ingredientes y salí inmediatamente hacia allí. Al llegar hicimos el trueque más rentable de mi vida; unas llaves por una pizza familiar de seis ingredientes. Sí, y me la comí yo solo. Reconozco que tuve que hacer grandes esfuerzos para tomarme las tres últimas porciones.

Una noche sonó en su tienda el teléfono. Cada día recibían infinidad de llamadas para atender los pedidos a domicilio. Mi hermano descolgó el teléfono con la frase hecha de “Telepizza ¿Qué desea?” y al otro lado sonó la voz de Antonio Vega. Como es obvio, él la reconoció al segundo y según le estaba pidiendo las pizzas que quería, le cortó de golpe y le dijo: “¡Antonio! ¿Qué tal todo? ¿Cómo van los ensayos para el concierto de la semana que viene?”. (Nacha Pop se volvía a unir para dar el que fue su último concierto en el Palacio de los Deportes). Imagínense, se quedó bloqueado y después de un silencio interminable de tres segundos, le respondió “Sí, bueno, estamos ensayando por aquí cerca sin parar y ya lo tenemos totalmente perfilado…” Antes de que acabara la frase, en un ataque de profesionalidad, mi hermano le volvió a cortar sin previo aviso y de nuevo retomó el trato habitual con cualquier cliente diciendo “Si, bueno, muy bien ¿Qué pizzas desea?” Al colgar el teléfono, lo primero que hizo fue llamarme y contarme lo sucedido con la misma emoción que un niño pequeño cuando recibe un regalo. Como encargado de tienda no llevaba las pizzas a ningún domicilio porque tenía que estar siempre al frente de la tienda como máximo responsable, pero aquel día hizo una enorme excepción avisando previamente a su subordinada más próxima y aprovechando que no había mucha clientela. Cargó las pizzas en una de las motos, arrancó e hizo un pequeño desvío a mi casa para recogerme y hacer juntos la entrega del pedido. Con dos cojones. Al llegar a por mí, me dio el uniforme de empleado. No me había avisado de que llevaría disfraz y me lo tuve que poner encima de la ropa que llevaba puesta. Parecía una jodida cebolla andante, pero poco me importaba sabiendo que iba a conocer a Antonio Vega.

Llegamos al número de la Calle Ibiza. Nos abrió la puerta el que intuimos que era el manager y notamos su cara de sorpresa al vernos a los dos, diciendo “¿Se necesitan dos motoristas para entregar cuatro jodidas pizzas?” Nos sonrió sabiendo nuestras intenciones y añadió un simpático y seco; “Pasad, anda.” El piso lo habían convertido en un zulo para ensayar canciones. Todo el suelo lo habían llenado de alfombras de todo tipo para que absorbiera los sonidos. Seguimos un pasillo oscuro interminable hasta llegar al fondo, donde había luz, donde estaba el salón, donde estaba Antonio Vega y Nacho García Vega o más conocidos como los Nacha Pop. Guitarras, bajos, batería e instrumentos de viento perfectamente colocados alrededor de todo el salón. Botellas de cerveza vacías, whisky en abundancia, y todo bajo una atmosfera letal de humo que se convertía en un improvisado attrezzo del salón. Dejamos las pizzas donde pudimos y nada más hacerlo no pude evitar decir: “Eres el puto amo”. Antonio Vega me respondió; “Ya será para menos.” Con aquel gesto de humildad, los nervios se nos fueron y estuvimos unos cinco minutos hablando con ellos de música, política y literatura. Después nos preguntaron qué canción queríamos escuchar. Los nervios nos rompieron las tripas, ambos nos miramos, mi hermano se calló y fui yo el que dijo vergonzosamente “Lucha de gigantes”. Me resulta imposible explicar y escribir sobre aquel momento mientras veíamos como tocaban el tema para nosotros. Luego nos firmaron el recibo de la compra de las pizzas y aunque Antonio no se acordaba de mi hermano, cosa que le decepcionó un poco, nos fuimos de allí en una especie de nube.



La casualidad, el azar, un plan divino, el karma, la puta suerte; cada uno lo llama de una forma, pero no cabe duda de que alguno de esos elementos, fue el encargado de convocar aquel encuentro. Y así con todo; por mucho que seamos nosotros los que montamos el destino con nuestras jodidas decisiones, cualquier suceso inesperado que se escape de nuestro control puede cambiar todo lo que teníamos planeado para bien o para mal y cuando eso sucede, este mundo se nos queda grande.

Dos años después, mi hermano ya no trabajaba en el Telepizza y Antonio Vega murió. Nos pusimos un traje negro y fuimos a la capilla ardiente que había sido habilitada en la SGAE. Se murió un 12 de mayo, el día del cumpleaños de mi hermano. No lo celebramos. Aquel día no fuimos capaces de celebrar nada, ni la vida ni la muerte.


@HoldenCenteno

domingo, 13 de octubre de 2013

Siempre Coca-Cola

Dedico esta lata de Coca-Cola que me he comprado
a aquel que llora de emoción por ver su nombre en una de ellas
y al que llora por no encontrarlo.


Dibujo @Blancobain_

miércoles, 9 de octubre de 2013

El profesor que pudo ser una guitarra

Un año en la universidad, en una asignatura, me tocó con el profesor más hijo de puta que había en toda la facultad. Lo juro. Cada vez que otros compañeros me preguntaban cuál era mi profesor, me decían; “Olvídate de aprobar con esa cabronazo. Es lo más parecido a Satanás, aquí, en la tierra.” Claro, cuando a uno le dicen eso, sólo se puede acojonar.  Mi hermano mayor me dijo; “Ah sí, me cambié de profesor porque la gente me dijo que huyera de él. Es un tío así con mucho pelo y bigote”. Mi hermano en eso último se equivocaba, llevaba tantos años en la jodida facultad, que ya era calvo y no tenía tal bigote. No había quien le echara, a pesar de ser odiado por el 99% del alumnado y por el 100% del cuerpo directivo de la facultad. Las malas lenguas decían que se había convertido en un borracho desde que su mujer le abandonó. Pero nada de eso se podía confirmar con certeza. Sólo eran rumores.

Cuando tuvimos la primera clase, pude comprobar que sí, que era un hueso. Aparecía siempre con una de esas americanas elegantes con coderas de estilo british, pantalones de vestir de un color distinto a la chaqueta, zapatos burdeos, su calva y sus gafotas. Siempre estaba serio, parecía que le daba asco dar clase. Si un alumno respondía una gilipollez, el profesor lo hundía allí mismo. Él daba por hecho que teníamos que saber ciertas cosas que en realidad no teníamos porqué saber. Eso provocaba que las clases siempre acabaran con un discurso del profesor que se puede simplificar en una de sus famosas frases; “Ustedes no tiene ni idea de nada.”

Sus clases me engancharon. Aquel profesor era un viejo rockero amante de la música. Todos los ejemplos que ponía se basaban en bandas de Rock y en el Folk más puro. Eso es lo que endulzó, desde mi punto de vista, al Satanás que llevaba dentro, aunque para el resto de mis colegas seguía siendo un cabrón. Recuerdo cuando una vez preguntó: “¿Ustedes saben quién es Bob Dylan?” La clase, no respondió. Los que no sabían quién era, no podían decir nada y los que lo sabíamos, nos callamos como putas por miedo a su reacción. Él insistía y preguntó “¿Alguien sabe dónde nació?”, yo desde mi sitio me estaba revolviendo por dentro así que finalmente levanté la mano, me señaló y respondí “Duluth, Minnesota.” Esa respuesta marcó un antes y un después. Me miró satisfecho y prosiguió con su ejemplo. Era un hombre que cada vez que hablaba de Jimi Hendrix se le iluminaba la cara y podía hacerme sentir como estaba quemando allí mismo con sus ojos una guitarra imaginaria sobre la mesa de la clase, como hacía el joven Jimi sobre los escenarios. Era un espectáculo asombroso. Las pocas veces que se le iluminaba la geta en clase, era cuando hablaba de música y no de su asignatura. Sus ejemplos también se basaron en los Rolling Stones, Led Zeppelin, Deep Purple, los Beatles, Woody Guthrie, y otros muchos. Él era capaz de utilizar la música como ejemplo en una asignatura que versaba principalmente sobre el dolor humano físico y mental.


Al llegar febrero, suspendí su examen con un tres.  El 90% de la clase también se fue al hoyo. Sólo aprobaron aquellos empollones que ni si quieran sabían quién coño era Bob Dylan.  Una verdadera desgracia. 

La revisión del examen fue unas semanas más tarde, a las 18:00, en su despacho. Era un frío jueves de febrero. Llegué media hora antes para evitar colas y ser el primero en revisarlo, pero al llegar allí no había nadie de ese catastrófico 90% de suspensos. Ese mes, la revista Rolling Stone tenía de portada a Jimi Hendrix y yo ya me la había comprado el mismo día que salió a la venta en el Kiosco de mi barrio, el de Anselmo, mi kiosquero de confianza. Se me ocurrió presentarme con la portada bajo el brazo para que el profesor viera que yo también era un fiel seguidor de Hendrix. Podéis llamarme gilipollas, pero sólo veía posible aprobar ese examen con mi baza musical.

Esperé a las seis y di con mis nudillos tres golpes en la puerta de madera de su despacho. Al otro lado escuché su voz, no sé qué dijo, pero por su tono deducí que podía entrar y eso hice. 

Mientras me ofrecía educadamente que me sentara, pude darme cuenta como sus ojos se clavaron en la revista. Y nada, empezamos a revisar el examen. Él ya sabía quién era y me llamaba por mis apellidos, jamás por mi nombre. Tardamos diez minutos para que finalmente me dijera que era imposible aprobarme porque mi examen daba asco y ya cuando estaba levantándome para irme de aquel despacho, que bien podría ser una de las salas del infierno que describe Dante en su Divina Comedia, cambió el tono, y tuteándome me dijo “¿Y un joven como tú qué hace con Hendrix bajo el brazo si no sabrás ni quién es?”. Fue entonces cuando en mi cabeza pensé (con voz en off al estilo de una película americana) “Se ha abierto la caja de Pandora”. Me senté y respondí “No quiero sentirme ofendido por lo que acaba de decir pero…” y comenzó mi demostración de conocimientos musicales. Aún conservo en mis recuerdos aquel número, de aquella revista, de aquel mes, de aquel año, de aquella portada.


Sin darnos cuenta, pasó hora y media en la que estuvimos hablando de música y vida. En un momento dado, cortó la conversación, miró el reloj y me dijo “Conozco un bar de Rock. Sé que puede sonar raro que un vejestorio de cincuenta y cinco años, como yo, que es tu profesor,  te invite a tomar un brebaje mágico”. Aquellas dos últimas palabras me acojonaron más que lo del vejestorio queriéndome llevar a un bar de Rock  y entonces le pregunté qué cojones era eso de “un brebaje mágico”. Se rascó los pelos laterales de la cabeza y luego se frotó la calva creando un ambiente de solemnidad mientras decía “Sí, sí, un whisky escocés más joven que yo y más viejo que tú”. Por supuesto que acepté. Escribí un mensaje a mi novia, que por aquel entonces tenía, diciendo que la revisión se iba a alargar bastante más de lo previsto y que después le contaría con detalles el surrealismo más grande del que estaba siendo víctima.

Llegamos al bar en su Peugeot destartalado. Pidió dos whiskys y proseguimos con la conversación. Se puso hablar de Bon Iver, su último descubrimiento musical, porque también conocía perfectamente la música de hoy, aunque únicamente la internacional. Me dijo que Bon Iver le recordaba a él de joven y que su música era capaz de traspasarle el alma. Me contó que había estudiado en una universidad de EEUU (no recuerdo cuál) durante dos años. Algo parecido a los Erasmus de ahora. Me dijo que se hizo amigo de un americano comunista con el que recorrió gran parte de los Estados. Acompañados solamente de sus mochilas y un banjo. Aquello me pareció tan brutal y bello que me hizo sentir envidia. “Él tocaba el banjo mientras yo le acompañaba cantando “a pelo” en cada bar al que parábamos a comer, en cada esquina de cada pueblo desconocido y así conseguir pasta para poder seguir viajando en tren” Sus ojos se llenaban de alegría y de vida mientras me lo contaba. Se ponía a cantarme estrofas con acento americano perfecto y a la vez era capaz de imitar con la boca los sonidos de un banjo perfectamente afinado. Cantaba muy bien.


“La música y el amor son los únicos elementos que pueden curar cualquier herida.”  Me dijo mientras movía el vaso suavemente para hacer golpear los hielos. “Ambos conceptos están tan estrechamente unidos que es imposible que exista música si no hay amor por ella, y es imposible que haya amor si no hay música dentro de él.” Joder, me dejó clavado en el sitio con esa frase. Sus ojos esta vez se perdían en el fondo del vaso como si quisiera encontrar algo allí dentro; algo que ya había perdido en un pasado muy lejano. Y siguió hablando; “Las guitarras las crearon con curvas de mujer para poder acariciarlas con la misma delicadeza que ellas se merecen. Las hicieron con sus formas para poder abrazarlas con fuerza, suavidad, dulzura y así lograr sacar sus mejores sonidos. Cuando abrazas a una mujer o a una guitarra, ambas te dejan marca en el pecho y en el alma para siempre. Y sólo cuando abrazas a la guitarra o a la mujer adecuada, y sientes como tu pecho se suelda a su pecho, es cuando realmente sois capaces de conocer todos vuestros dolores, locuras, virtudes y culpas. Esas cosas que se dicen de mí, de que soy un borracho, de que me pongo hasta el culo de whisky desde que mi mujer me dejó, son malditas mentiras. Mi mujer me dejó ¿y sabes por qué? Porque fui un inútil que no sabía abrazar su cuerpo perfecto, que no supo jamás sacar toda la música que llevaba dentro cuando ella lo necesitaba. Porque no fui capaz de convertirme en guitarra para entender los sonidos que, por las noches al llegar a casa, me susurraba. Punto y final”

Desde que me dijo aquello el profesor, cada vez que he abrazado a una mujer lo he hecho de la misma forma como cuando abrazo una guitarra acústica y he descubierto música en el amor y amor en la música. Me tomé tan al pie de la letra su teoría que llegué a convertirme en una guitarra. A metamorfosearme en este instrumento como Kafka convirtió a su protagonista en un escarabajo. Me lo tomé tan al pie de la letra que soldé mi pecho de madera al pecho de una mujer perfecta de forma tan intensa, que llegué a joderlo todo y a quemarnos por dentro.

Ahora sólo quiero curar los trozos de esta guitarra rota en la que me he convertido, afinarme las cuerdas y volver a acariciar el alma y el cuerpo de aquella chica perfecta.

@HoldenCenteno