Esta semana me crucé con una de esas personas especiales que sólo puedes encontrar, de vez en cuando, en la ciudad que yace bajo la tierra o vulgarmente conocida como Metro. Era un mendigo de unos 45 años. Bastante gordo, completamente borracho y con una gabardina marrón tan larga que iba acariciando el suelo. Estaba sucia y destrozada. Llevaba una vieja mochila cargada en la espalda que parecía que contenía cada uno de sus jodidos sufrimientos, y como sabéis, el sufrir pesa. Así que en cuanto entró al vagón, la dejó en una esquina. Aquel hombre tenía el aspecto parecido al de un viejo árbol gris.
Iba agarrado a la barra y apoyando su peso sobre el vagón. De los bolsillos de su infinita gabardina sacó una Coca-Cola de medio litro cargada de whisky y empezó a ingerir pequeñas cantidades utilizando el tapón rojo a modo de vaso de chupito. Cada vez que se servía uno, el 20% del brebaje caía al suelo. Después de beber unos diez chupitos, abrió la boca para gritar en una lengua desconocida. Parecía un viejo dialecto de la estepa rusa, o eso me imaginé. Luego demostró su fuerza haciendo flexiones en el suelo, intentando levantar sus más de cien kilos y soltando puñetazos a las paredes. Había gente que se reía de la situación y otros que se reían de él. Había gente que sentía pena por aquel hombre y también los que sentían miedo y aprovechaban para bajarse en la próxima estación. Incluso, había varios que no se habían dado cuenta de su existencia porque el volumen de sus auriculares se lo había impedido. A las tres paradas, el viejo borracho, ya fatigado, se sentó.
Justo en ese momento, acababa de entrar un hombre que decía que estaba en paro, que tenía dos hijas y suplicaba una moneda para poder comer algo. Recorría el vagón de un lado a otro tendiendo la mano a los pasajeros mientras explicaba la grave situación por la que estaba pasando. Entre tanto, me fijé en el borracho; ya se había calmado y miraba al hombre, escuchaba atentamente todas sus penurias. No sé si estaba entendiendo algo, pero le miraba muy respetuoso y con gesto serio. Cuando el hombre con su mano tendida pasó por el lado del borracho, este volvió a meter la mano en uno de sus bolsillos infinitos y sacó de la gabardina un batido (Leche Pascual) de fresa y lo dejó en su mano. El hombre le dijo al mendigo borracho “gracias caballero” y se cambió de vagón para seguir pidiendo.
Mi querido amigo el borracho se quedó allí sentado, con un gran gesto de paz en su rostro. Con el gesto de paz más grande que se respiraba entre todos los usuarios de la puta red de Metro que en ese mismo momento también estaban allí y cuyas jodidas caras sólo delataban un fracaso escondido en limpias corbatas y dulces vestidos.
El árbol gris no florece a la vista de todos. Los colores los lleva por dentro.
Yo tenía un maldito euro en mi bolsillo y no fui capaz de dárselo.
No me considero una persona tétrica, ni tengo la sangre fría
pero reconozco que los cementerios y los
tanatorios me atraen. En realidad lo que me atrae es el misterio de la muerte,
que como decía un escritor, es el acto más vital de las personas. Si fuéramos
inmortales no seríamos capaces de asimilar todas las alegrías y golpes que nos
trae la vida. No seríamos capaces de vivir con todo lo bueno y lo malo una
eternidad pero lo cierto es que el Hombre se aferra a la vida y trata de ser
inmortal mientras la muerte no le alcanza.
He visitado todos los cementerios de la ciudad porque he
tenido que ir a entierros y además porque voluntariamente he querido pasear
entre gente buena y mala que ahora son nadie y nada. En un cementerio se
concentra la tranquilidad más absoluta y me gusta ir allí a consumirme en esa
tranquilidad y a recordar que la muerte es un aliciente para aprovechar cada
momento de la mejor forma posible y no echar a perder nuestra vida por vivirla
de forma inadecuada.
Los tanatorios son otra cosa. Eso ya es otro asunto. Siempre
he pensado que parecen jodidos hoteles de tres estrellas pero especialmente me
recuerdan a los aeropuertos ¿Por qué? Suelos de piedra brillantes como espejos,
televisiones gigantes en las que, en unas se anuncian los vuelos con el número
de las terminales; mientras que en
otras, en los tanatorios, se anuncian los muertos con el número de sus capillas
ardientes. Quizá lo hacen para que la gente piense que de allí se van directos
a un mundo mejor y desconocido para los vivos, como cuando uno coge un
avión. También me recuerdan a los aeropuertos por aquello de que siempre están
repletos de gente, gente que se abraza, que llora, que se ríe, que están allí
esperando algo y les toca los cojones.
Os contaré un secreto. Hace dos años se murió mi primo y
claro, fuimos al aeropuerto, quiero decir, al tanatorio. Después de saludar a
toda la familia, ver el cuerpo frío,
seco y maquillado ya no había mucho más que hacer, salvo estar allí, sin más,
porque cuando uno se muere, lo único que hay que hacer es ser visible para que
los que más lo sufren se sientan arropados. Era la una de la madrugada y
después de comer un sándwich de una puta máquina expendedora, me alejé de mi
familia diciendo que tenía que ir al baño. Mentira. Me fui a dar una vuelta por
el tanatorio. La noche era fría y lluviosa y eso impedía que pudiera salir
fuera a respirar aire vivo, así que la “mejor” opción era estar dentro, al
amparo del ardor de las familias, de sus lágrimas y del calor de los muertos.
En pocos segundos se me ocurrió una idea. La noche iba a ser
larga y me negué a dormir en un maldito sofá de esos que están en los pasillos por
donde la gente no deja de pasar en todo momento. Decidí que visitaría
absolutamente todas las salas, todas las habitaciones, todas las capillas
ardientes o como quieran llamarlas. Aquel tanatorio tenía veintiocho salas y
sólo había visto la número dos, en la que estaba mi primo, así que tenía que
ponerme manos a la obra para visitarlas todas. Bajé a la entrada principal y
empecé por la sala número uno. Decidí que haría el papel de pariente lejano. Me
inventaría cualquier cosa que me preguntaran los familiares de cada difunto.
Era tarde y supuse que me encontraría con poca gente. En la gran mayoría de las
salas todos me miraron raro, con una mezcla de odio, asco y agradecimiento en
sus ojos y en todos ellas hacía lo mismo; les daba la mano y velaba al muerto durante
diez minutos. Ni uno más, ni uno menos. Después me despedía de los presentes y
me iba a la sala colindante. Nada especial sucedió en ninguna de las malditas
salas salvo en la veintidós.
Al entrar me encontré con un matrimonio, sentados en un
sofá, ellos solos. Al instante me di cuenta de que eran ciegos. Me quedé
bloqueado y al dar un paso hacia atrás, escucharon el sonido de mis
zapatos. Se levantaron y la señora dijo
“Justo le estaba diciendo a tu padre que vendrías a pesar de que llevemos años
enfadados” a lo que contestó el hombre “Y yo le estaba recordando que eres tan
idiota que ni ibas a ser capaz de venir a despedirte por última vez de tu
hermano”. La señora abrió los brazos
como esperando a que fuera a su regazo para abrazarnos y en ese momento pensé
“¿Qué cojones hago ahora?”. Pero fue sencillo. Parecía que algo se había
apoderado de mi puto cuerpo y de mi cerebro y me dirigí hacía ella y la abracé
mientras les decía “soy idiota, pero no tan gilipollas para no venir a
despedirme y volver a veros después de tanto tiempo”. Me cago en la puta. No
entendía por qué estaba haciendo aquello. Lo que sí que entendí era que sabían perfectamente que yo no era su
hijo pero dese el primer momento quisieron fingir que sí y se empeñaron en hacer
lo más real posible aquel encuentro que esperaban y que nunca llegó.
Velé el cuerpo diez minutos y volví a la salita conjunta del
sofá donde estaban ellos. Me hicieron mil preguntas sobre cómo me iba la vida y
yo sobre la marcha me inventé todo. Un relato que pareciera bonito para ellos,
unos sucesos inesperados que acabaron convirtiéndome en un hombre bueno y con
éxito. Lo hice porque supuse que eso es lo que quieren y esperan los padres de sus putos
hijos. Ellos reían, estaban felices, se sentían orgullosos de su hijo, me daban
la enhorabuena, besos y mi supuesto padre me premiaba con collejas. Finalmente me fui. Me puse
a llorar como nunca en mi vida y nos despedimos entre lágrimas los tres.
Ha sido la única obra de teatro en la que he actuado y desde
aquello, decidí bajarme de los escenarios.
Estoy en esa fase en la que conozco a la gente de la biblioteca. No, no hablo con ellos. Ni sé cómo cojones se llaman. No son mis amigos, pero sé sus horarios, sé que estudian y sé los sitios que prefieren para sentarse. Yo me suelo poner cerca de un ventanal, detrás de una chica que suele estar allí cada mañana. A veces miro hacia ella y sólo veo cómo su pelo liso y castaño cae más allá de su cintura y ver aquello me descoloca porque creo que es una chica que conocí hace tiempo y que desde el día que nos cruzamos, me enseñó a respirar a partir de sus latidos. Pero no, no es esa misma chica. Sólo tiene el pelo muy parecido.
Odio a esas personas que van a estudiar y se pasan las horas cuchicheando o a los que salen a descansar y cuando regresan, siguen cuchicheando ¿No sería más fácil que os quedaseis fuera diciendo en alto las gilipolleces que os estáis susurrando? Tampoco soporto a los que estudian escuchando música a todo volumen porque en cuanto escucho una melodía trato de adivinar cuál es y el ritmo de la batería se me queda en el cerebro durante la próxima media hora y ya no hay quien se concentre.
Voy a una biblioteca que es mi jodida perdición por dos razones 1)Libros buenos y nuevos y 2)Discos buenos y nuevos. Con buenos me refiero a que tienen lo mejor de los mejores y con nuevos a que no están rotos, rayados, pintados, no huelen mal y tienen las últimas ediciones. Cuando voy a esa biblioteca a hacer cosas de provecho no me cunde una puta mierda. Imagínense, la sala de estudio está justo debajo de la de préstamos y en el techo hay ventanas que dejan ver las estanterías y la gente que por allí anda buscando libros, discos o la última temporada de Breaking Bad.
Creo que soy el único que, cuando estoy aprovechando el
tiempo en cosas necesarias en esa maldita sala, siento en mi cuerpo y en mi
cabeza el peso de la planta de arriba, el peso de todos esos libros y discos.
Noto como los pensamientos de todos los escritores de la historia están sobre
mi cabeza y me dicen; “deja de perder el tiempo y sube a beber nuestras
palabras”. También noto como los discos de mis artistas preferidos con sus
melodías me murmuran; “si subes, te prometemos estremecerte con cada nota de
nuestras guitarras y de nuestras letras”. Me resulta imposible resistirme a
esas peticiones, así que dejo de hacer lo que estoy haciendo y subo.
Uno de los bibliotecarios quiere ser mi amigo. Es un calvo
de unos treinta y tantos años. El primer día saqué un libro de Vila-Matas, otro
de Bukowsky, la biografía de Bernini y un documental de Bob Dylan y parece ser
que le enamoré en el sentido intelectual de la palabra. Es un tipo majo pero ya
me empieza a cansar tanta amabilidad. Cada vez que voy, parece que me está
esperando. Me recibe tras el mostrador con una maldita sonrisa, me hace
recomendaciones, me pregunta qué tal mi vida y me echa discursos existenciales
que me importan una puta mierda. Ayer
fui con una camiseta que tengo en la que sale el careto de Dylan. Pues bien,
llego allí y antes de hacerle una consulta sobre un libro, noto como mira mi
camiseta y me empieza a decir “No hay nadie mejor que Dylan”. Después de
pronunciar “Dylan” empezó a hacer una demostración de sus grandes conocimientos
de la historia de la música contemporánea sin que yo le preguntara... Creí que me moría. Por momentos me entraban ganas de decirle; “Cierra esa puta bocaza“.
Pero no lo hice, en el fondo me cae bien.
A veces cuando estoy llegando al mostrador y ya veo como me
mira, me entran unas ganas terribles de decirle lo de aquel chiste
malo: “Me puede dar un libro para hacer amistades, calvorota de mierda.” Pero
nunca lo hago, en el fondo es un tipo majo. Me río por mis adentros y pido a
los dioses romanos que no me dé el coñazo. Es una gozada cruzarse con gente amable por el
mundo pero es un infierno encontrarse con gente excesivamente amable.
El otro día conocí a una chica. Era muy guapa. Se sentaba a
mi lado y al salir afuera para descansar un rato, se me presentó como “soy la
chica que está a tu derecha”. Aquella forma de presentarse me gustó y
rápidamente conectamos en una conversación adictiva. Cuando estábamos en el
mejor momento de aquel descanso, de repente apareció el bibliotecario. Se nos
acercó y me dijo “voy a tomarme un cafelillo, las grandes mentes han de estar siempre
despiertas” y se fue. Aquella frase nos hizo descojonarnos. La chica, riéndose
de mí, con dulzura, me preguntó “¿Eres amigo del bibliotecario?” Con cierto
miedo, le dije que sí, a lo que contestó “Me gustan los tipos frikis como tú”.
No supe qué responder a aquello y volvimos a entrar a la sala de estudio.
Desde entonces ya no veo al bibliotecario como un simple
bibliotecario. Lo veo como un jodido héroe que sabe de todo y además aparece en
el momento menos esperado para echarte una mano y empujarte a la sonrisa de una bella universitaria.