jueves, 26 de diciembre de 2013

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miércoles, 6 de noviembre de 2013

El Tuerto

Cuando era pequeño, el mes de julio lo pasaba en un pueblo de Castilla La Mancha donde vivieron mis abuelos paternos gran parte de su vida. Era llegar allí con mis hermanos mayores y nos volvíamos salvajes. Para nosotros, unos chicos de ciudad, vivir en un pueblo durante un mes, en medio del campo, rodeados únicamente por viñas y más viñas para hacer todo tipo de vinos, era una verdadera aventura. En verano alcanzaba los diez mil habitantes y no recuerdo cómo pero me hice amigo de un grupo de chavales que habían nacido allí y vivían durante todo el año en aquella población. Para mí era increíble pensar que ellos podían vivir ahí y para ellos era brutal imaginar que yo pudiera viviera en la ciudad.

Me pasaba prácticamente todo el día en bañador, camiseta y zapatillas. Los chavales utilizaban bicicletas para moverse por el pueblo y mi medio de transporte era una vieja bicicleta roja de marca BH. Por las mañanas solía despertarme pronto, me subía en la bici y me iba a comprar churros y porras al mercado para llevarlos a casa y desayunar con mi familia. Luego iba al bar que estaba junto a la plaza y compraba el periódico para mi padre. La gente se me quedaba mirando con hostilidad cuando iba por las calles, para ellos era un forastero desconocido. Cuando entraba en el alguna tienda de comestibles, mientras esperaba mi turno, una media de tres viejas en menos de cinco minutos me preguntaban: “¿Y tú de quién eres?”. Ante esa pregunta (que tanto odiaba) tenía dos opciones: 1)Decir el nombre de mi padre y que no me reconocieran y así sólo conseguiría que siguieran haciéndome dos millones de preguntas, ó 2)Decir el mote familiar, que en los pueblos es costumbre reconocer a las estirpes con apodos odiosos referidos a defectos físicos de antepasados o a los oficios familiares ya desfasados en la mayoría de los casos. Mi padre nos había enseñado a huir de ambas opciones respondiendo con un “Soy de mi padre y de mi madre” y a tomar por culo.


Para los amigos que tenía en el pueblo, yo era la novedad. El Internet aún no había llegado a esos lugares, ni si quiera era normal tener internet en las grandes ciudades. Para ellos el mundo era un lugar desconocido. Me venían a recoger a casa. Llamaban al timbre y allí me los encontraba con sus bicicletas esperando a que saliera. Solíamos atravesar  el pueblo dando vueltas sin ningún rumbo mientras me pedían que les hablara de cómo era la ciudad y sobre qué hacíamos allí la gente, “en un sitio tan grande”. Eran preguntas para ellos muy claras y para mí terriblemente extrañas, que incluso me costaba responder. Éramos un grupo de ocho chicos de alrededor de doce años en un pueblo sin nada divertido y básicamente nos dedicábamos a hacer el burro. Antes de que anocheciera cruzábamos el pueblo hasta llegar a las viñas, donde allí atravesábamos un río por el viejo puente romano, ya casi en ruinas, hasta llegar a un caserío deshabitado desde el siglo pasado. “Jugábamos” a romper sus cristales con nuestros tirachinas y tirábamos petardos. Uno de los chavales tenía enterrada su escopeta de cartuchos que hacía un año había comprado sin consentimiento de sus padres y había decidido esconderla cerca de la parte de atrás de aquella gigantesca casa. No se la dejaba a nadie. La desenterraba de un agujero y se dedicaba a disparar a las tres chimeneas que aún se elevaban sobre el tejado. Cerca de allí, al resguardo de un pequeño monte, estaba la cueva del Tuerto. Sólo sabíamos de él lo que nos habían contado los viejos del pueblo. El Tuerto era un hombre sin familia que había estudiado filosofía en Barcelona y gozaba del respeto de los principales círculos filosóficos de la ciudad, dando clases en la universidad y conferencias en sitios importantes. Acabó aquí porque un buen día, una de las pocas maestras del pueblo, por aquel entonces, Isabel (noséqué), joven inteligente de familia adinerada, que junto a su hermana, se fue a visitar Barcelona donde casualmente conoció al tuerto, que en aquel momento era aún conocido por su nombre de nacimiento; Alejo Barrat. Se enamoraron rápidamente y meses después, Alejo decidió renunciar a todo para irse a vivir al pueblo, donde gestionaría una de las bodegas de la familia de Isabel. Se casaron en la vieja ermita de la Virgen de los Nubarrones, así es como la llamaban todo los oriundos de forma coloquial; en realidad se llamaba Nuestra Señora de las Alturas.  Alejo Odiaba aquel trabajo con todas sus fuerzas. Le gustaba el vino, pero no le gustaba hacer todas las putas cuentas para controlar los precios, las ventas y un largo etc. tedioso para gestionar de forma eficiente la bodega de la familia de ella. Aún así, se esforzaba cada día y siempre puso todo su empeño en aquel trabajo porque amaba a Isabel. Sólo por eso. Él lo que de verdad quería era seguir filosofando, dando conferencias en salas repletas de gente y no estar en la oscuridad de una bodega, entre gigantes tinajas y suelos mojados. 

Un año después de la boda, Isabel  se murió. Una mañana, cuando Alejo se despertó y se incorporó para besar la cara de Isabel, notó su carne congelada y vio como su piel morena estaba completamente pálida. En tan sólo un minuto descubrió que se había muerto. Jamás se supo la razón del fallecimiento. Después del entierro, esa misma noche, Alejo se fue a la bodega y se emborrachó como nunca en su vida. La bodega tenía un sótano donde guardaban de todo, y entre tantas cosas, tenían una habitación reservada para el material de caza que usaba la familia cuando se reunían para ir de montería. Bajó al sótano, abrió sus portones a duras penas y fue dando tumbos hasta llegar a la habitación, donde cogió una escopeta y apuntándose a la cara, disparó. Iba tan borracho que no se dio cuenta que había cogido una escopeta de pequeños perdigones que se utilizaba para cazar pequeños  pajarillos. El perdigón atravesó su ojo izquierdo. Se desangró pero tuvo la fortuna de que un vecino escuchó sus gritos y pudieron llevarlo al hospital del pueblo de al lado, que era mucho más grande y que sus urgencias ya estaban sorprendentemente desarrolladas para aquella época. Se salvó pero se quedó tuerto y por la trayectoria del perdigón y la distancia, no perdió la vida. Una vez recuperado, sin decir nada a la familia de Isabel, se fue con su coche y algunas cosas esenciales que cargó en el maletero y acabó en aquella cueva. Durante los tres primeros años  trataron de hacerlo volver pero jamás lo consiguieron.

Nunca nos atrevíamos a acercarnos a la cueva. Desde el caserío siempre solíamos ver cómo salía humo de la cueva y ver aquello nos gustaba porque éramos conscientes de que el tuerto no era un simple cuento para acojonar a los niños del pueblo. Nos gustaba sentir como se alimentaba el misterio de una historia que nunca se podría saber a ciencia cierta qué parte era verdad y qué parte era mentira. El hecho de ver el humo deshaciéndose hacia el cielo, nos hacía sentir parte de aquella historia del pueblo.

Una tarde cuando llegamos al caserío y nos pusimos  a hacer las burradas de siempre, Ángel Luis empezó a cagarse en todo al descubrir que su escopeta no estaba en el escondite. Se encaró con todos nosotros mientras nos gritaba enfurecido que se la habíamos robado. De pronto, en pleno griterío, el sonido de un disparo sonó en todo el campo y una bandada de pájaros cruzó el cielo. El sonido venía de la cueva del Tuerto. Sin dudarlo, pero con mucho miedo, fuimos corriendo hacia allí, con mucha cautela, mirando siempre hacia atrás, por si alguien nos sorprendía, veíamos asustados como nos alejábamos de la vieja casa, nuestra imaginaria frontera de seguridad que nos separaba del temido Tuerto.

La cueva estaba en un terreno muy irregular y nos escondimos detrás de otro montículo desde donde veíamos la entrada. No había movimiento alguno, así que después de discutirlo durante diez minutos, decidimos adentrarnos. Lo primero que vimos fue el coche del tuerto del que nos habían hablado; un viejo Mercedes que ya estaba destartalado con la pintura totalmente levantada. Entramos en la cueva, estaba adecentada como una pequeña casa. Había tres huecos, uno de ellos lo que podía ser su “habitación”, donde tenía muchas mantas con un colchón repleto de agujeros y muelles. En otro, el “salón”, donde había hecho sillas, una mesa, y varias estanterías con ramas y troncos de árboles, repletas de libros. El último hueco era una improvisada cocina, donde había hecho una pequeña estufa con un tubo que salía a la superficie como si de un moderno extractor de humos se tratara. Allí nos encontramos al Tuerto. Tendido en el suelo, con la escopeta de Ángel Luis en la mano, con un cartucho ya en su cabeza y todo manchado de sangre. Era el primer muerto que mis ojos veían y que mi cabeza aún sigue recordando. Sin decir nada, salimos de allí con una profunda sensación de tristeza, pero antes de salir de la cueva, al pasar por la habitación  de los libros, vi una figura de madera colgada en la pared, parecía un extraño ídolo con ojos y boca misteriosa que supuse que había sido tallado por el propio Tuerto.  Un impulso extraño salió de mí, arranqué la figura de la pared y me lo guardé en el bolsillo del bañador. Nos fuimos corriendo de allí a por las bicicletas, que habíamos dejado tiradas en el caserío, y dando pedales con las piernas temblando, llegamos al pueblo y se lo contamos al policía que vivía al lado de mi casa. 


Aún conservo aquella figura que ahora cubre la pared de mi escritorio y sigo sin saber qué significa, sigo preguntándome si era un ídolo, un dios o un compañero. Cuando miro la figura, recuerdo aquel verano, y a veces me quedo atontando mirando sus penetrantes y profundos ojos, pensando que quizá trató de esculpir la mirada de Isabel en aquel tosco retrato de madera.

De lo que sucedió después de contarle la noticia al policía, nos ocultaron todo, salvo la brutal paliza que se llevó Ángel Luis por parte de su padre cuando se descubrió que la escopeta era suya. Lo otro que supimos fue que el tuerto acabó siendo enterrado en la misma tumba que Isabel y durante varios años, todos los veranos, arrancábamos las flores que encontrábamos en el campo de camino al cementerio, y se las dejábamos junto al epitafio de la tumba que decía: “Mis ojos llevaban tiempo esperando a estar con el tuyo”.



@HoldenCenteno

domingo, 27 de octubre de 2013

miércoles, 23 de octubre de 2013

De cuando conocí a Antonio Vega

Mi hermano por aquel entonces había llegado a ser el jefe de tienda de un Telepizza. Yo era pequeño y para mí, tener un hermano currando en el Telepizza era como el paraíso; en cambio para él, era un puto infierno. Digo que era un paraíso porque al día siguiente, cualquier día de la semana, al despertarme, entraba en la cocina y ahí me estaban esperando unas flamantes cajas rojas de pizzas que les habían sobrado de la noche anterior. Yo las metía en el horno y me las desayunaba. Eso es un sinónimo del paraíso, para mí, que soy gilipollas y encuentro el paraíso en las cosas más estúpidas y terrenales del mundo.

Él, antes de aquello, trabajaba como “push” en montajes de conciertos con la mejor empresa del país que suele montar todos los directos de las mejores bandas nacionales e internacionales. Para los que no sepan lo que es un push, son aquellos que se dedican a cargar y descargar absolutamente todo lo que haya que cargar y descargar para levantar un escenario. Sabía mucho de música pero no había estudiado lo suficiente para ser técnico de sonido. Había nacido en los ochenta y fue una de las “victimas” que quisieron alargar la Movida Madrileña en la década de los noventa y todo lo que fuera posible. Su máximo héroe era Antonio Vega. Como fan, logró llegar a ser uno de esos pocos fans que el artista ya conoce y le permite casi todo. Con esto me refiero a que entraba en sus camerinos como el que pasa a mear al cuarto de baño de un bar. Siempre llevaba su cámara y le captó en varias ocasiones de forma directa con su permiso. Me regaló dos de sus fotografías que son totalmente inéditas y las conservo como si fueran oro. En una de ellas sale en la puerta del Café Libertad 8. Lo mejor de aquella fotografía es que aparece Marga, con un cigarro en la boca, justo saliendo por la puerta, lanzando hacia él una mirada indetenible. Marga, muchos años más tarde, cuando ya había fallecido, fue la protagonista de uno de los últimos discos de Antonio Vega que se tituló “3000 Noches con Marga”. Se me ponen los pelos de punta cada vez que miro esa fotografía de dos personas que ahora están muertas y en ese instante estaban llenas de vida, repletas de amor, llegando a pasar tres mil noches juntos. En la otra fotografía, sale en el camerino de Galileo Galilei. Con cervezas, whiskys y sólo un poco de agua sobre la mesa. Mi hermano se llegó a convertir en su fotógrafo no oficial sin darse cuenta.


Pero volvamos al “paraíso” de tener un hermano que curraba en un Telepi. Uno de mis amigos, al salir del colegio, siempre me decía que fuéramos a verle para que nos diera de merendar. Yo me negaba pero normalmente terminaba cediendo y allí nos presentábamos. Mi colega le daba la chapa para que nos invitara y por supuesto, mi hermano lo hacía, pero la mayoría de veces se negaba y nos mandaba a tomar por culo, educadamente, eso sí. También recuerdo que una vez se le olvidaron las llaves de una parte de la tienda en casa. Sonó mi móvil y me dijo “Coge las llaves que hay encima de mi mesa y me las traes ahora mismo. A cambio te daré una pizza familiar con los seis ingredientes que quieras.” Le dije los ingredientes y salí inmediatamente hacia allí. Al llegar hicimos el trueque más rentable de mi vida; unas llaves por una pizza familiar de seis ingredientes. Sí, y me la comí yo solo. Reconozco que tuve que hacer grandes esfuerzos para tomarme las tres últimas porciones.

Una noche sonó en su tienda el teléfono. Cada día recibían infinidad de llamadas para atender los pedidos a domicilio. Mi hermano descolgó el teléfono con la frase hecha de “Telepizza ¿Qué desea?” y al otro lado sonó la voz de Antonio Vega. Como es obvio, él la reconoció al segundo y según le estaba pidiendo las pizzas que quería, le cortó de golpe y le dijo: “¡Antonio! ¿Qué tal todo? ¿Cómo van los ensayos para el concierto de la semana que viene?”. (Nacha Pop se volvía a unir para dar el que fue su último concierto en el Palacio de los Deportes). Imagínense, se quedó bloqueado y después de un silencio interminable de tres segundos, le respondió “Sí, bueno, estamos ensayando por aquí cerca sin parar y ya lo tenemos totalmente perfilado…” Antes de que acabara la frase, en un ataque de profesionalidad, mi hermano le volvió a cortar sin previo aviso y de nuevo retomó el trato habitual con cualquier cliente diciendo “Si, bueno, muy bien ¿Qué pizzas desea?” Al colgar el teléfono, lo primero que hizo fue llamarme y contarme lo sucedido con la misma emoción que un niño pequeño cuando recibe un regalo. Como encargado de tienda no llevaba las pizzas a ningún domicilio porque tenía que estar siempre al frente de la tienda como máximo responsable, pero aquel día hizo una enorme excepción avisando previamente a su subordinada más próxima y aprovechando que no había mucha clientela. Cargó las pizzas en una de las motos, arrancó e hizo un pequeño desvío a mi casa para recogerme y hacer juntos la entrega del pedido. Con dos cojones. Al llegar a por mí, me dio el uniforme de empleado. No me había avisado de que llevaría disfraz y me lo tuve que poner encima de la ropa que llevaba puesta. Parecía una jodida cebolla andante, pero poco me importaba sabiendo que iba a conocer a Antonio Vega.

Llegamos al número de la Calle Ibiza. Nos abrió la puerta el que intuimos que era el manager y notamos su cara de sorpresa al vernos a los dos, diciendo “¿Se necesitan dos motoristas para entregar cuatro jodidas pizzas?” Nos sonrió sabiendo nuestras intenciones y añadió un simpático y seco; “Pasad, anda.” El piso lo habían convertido en un zulo para ensayar canciones. Todo el suelo lo habían llenado de alfombras de todo tipo para que absorbiera los sonidos. Seguimos un pasillo oscuro interminable hasta llegar al fondo, donde había luz, donde estaba el salón, donde estaba Antonio Vega y Nacho García Vega o más conocidos como los Nacha Pop. Guitarras, bajos, batería e instrumentos de viento perfectamente colocados alrededor de todo el salón. Botellas de cerveza vacías, whisky en abundancia, y todo bajo una atmosfera letal de humo que se convertía en un improvisado attrezzo del salón. Dejamos las pizzas donde pudimos y nada más hacerlo no pude evitar decir: “Eres el puto amo”. Antonio Vega me respondió; “Ya será para menos.” Con aquel gesto de humildad, los nervios se nos fueron y estuvimos unos cinco minutos hablando con ellos de música, política y literatura. Después nos preguntaron qué canción queríamos escuchar. Los nervios nos rompieron las tripas, ambos nos miramos, mi hermano se calló y fui yo el que dijo vergonzosamente “Lucha de gigantes”. Me resulta imposible explicar y escribir sobre aquel momento mientras veíamos como tocaban el tema para nosotros. Luego nos firmaron el recibo de la compra de las pizzas y aunque Antonio no se acordaba de mi hermano, cosa que le decepcionó un poco, nos fuimos de allí en una especie de nube.



La casualidad, el azar, un plan divino, el karma, la puta suerte; cada uno lo llama de una forma, pero no cabe duda de que alguno de esos elementos, fue el encargado de convocar aquel encuentro. Y así con todo; por mucho que seamos nosotros los que montamos el destino con nuestras jodidas decisiones, cualquier suceso inesperado que se escape de nuestro control puede cambiar todo lo que teníamos planeado para bien o para mal y cuando eso sucede, este mundo se nos queda grande.

Dos años después, mi hermano ya no trabajaba en el Telepizza y Antonio Vega murió. Nos pusimos un traje negro y fuimos a la capilla ardiente que había sido habilitada en la SGAE. Se murió un 12 de mayo, el día del cumpleaños de mi hermano. No lo celebramos. Aquel día no fuimos capaces de celebrar nada, ni la vida ni la muerte.


@HoldenCenteno

domingo, 13 de octubre de 2013

Siempre Coca-Cola

Dedico esta lata de Coca-Cola que me he comprado
a aquel que llora de emoción por ver su nombre en una de ellas
y al que llora por no encontrarlo.


Dibujo @Blancobain_

miércoles, 9 de octubre de 2013

El profesor que pudo ser una guitarra

Un año en la universidad, en una asignatura, me tocó con el profesor más hijo de puta que había en toda la facultad. Lo juro. Cada vez que otros compañeros me preguntaban cuál era mi profesor, me decían; “Olvídate de aprobar con esa cabronazo. Es lo más parecido a Satanás, aquí, en la tierra.” Claro, cuando a uno le dicen eso, sólo se puede acojonar.  Mi hermano mayor me dijo; “Ah sí, me cambié de profesor porque la gente me dijo que huyera de él. Es un tío así con mucho pelo y bigote”. Mi hermano en eso último se equivocaba, llevaba tantos años en la jodida facultad, que ya era calvo y no tenía tal bigote. No había quien le echara, a pesar de ser odiado por el 99% del alumnado y por el 100% del cuerpo directivo de la facultad. Las malas lenguas decían que se había convertido en un borracho desde que su mujer le abandonó. Pero nada de eso se podía confirmar con certeza. Sólo eran rumores.

Cuando tuvimos la primera clase, pude comprobar que sí, que era un hueso. Aparecía siempre con una de esas americanas elegantes con coderas de estilo british, pantalones de vestir de un color distinto a la chaqueta, zapatos burdeos, su calva y sus gafotas. Siempre estaba serio, parecía que le daba asco dar clase. Si un alumno respondía una gilipollez, el profesor lo hundía allí mismo. Él daba por hecho que teníamos que saber ciertas cosas que en realidad no teníamos porqué saber. Eso provocaba que las clases siempre acabaran con un discurso del profesor que se puede simplificar en una de sus famosas frases; “Ustedes no tiene ni idea de nada.”

Sus clases me engancharon. Aquel profesor era un viejo rockero amante de la música. Todos los ejemplos que ponía se basaban en bandas de Rock y en el Folk más puro. Eso es lo que endulzó, desde mi punto de vista, al Satanás que llevaba dentro, aunque para el resto de mis colegas seguía siendo un cabrón. Recuerdo cuando una vez preguntó: “¿Ustedes saben quién es Bob Dylan?” La clase, no respondió. Los que no sabían quién era, no podían decir nada y los que lo sabíamos, nos callamos como putas por miedo a su reacción. Él insistía y preguntó “¿Alguien sabe dónde nació?”, yo desde mi sitio me estaba revolviendo por dentro así que finalmente levanté la mano, me señaló y respondí “Duluth, Minnesota.” Esa respuesta marcó un antes y un después. Me miró satisfecho y prosiguió con su ejemplo. Era un hombre que cada vez que hablaba de Jimi Hendrix se le iluminaba la cara y podía hacerme sentir como estaba quemando allí mismo con sus ojos una guitarra imaginaria sobre la mesa de la clase, como hacía el joven Jimi sobre los escenarios. Era un espectáculo asombroso. Las pocas veces que se le iluminaba la geta en clase, era cuando hablaba de música y no de su asignatura. Sus ejemplos también se basaron en los Rolling Stones, Led Zeppelin, Deep Purple, los Beatles, Woody Guthrie, y otros muchos. Él era capaz de utilizar la música como ejemplo en una asignatura que versaba principalmente sobre el dolor humano físico y mental.


Al llegar febrero, suspendí su examen con un tres.  El 90% de la clase también se fue al hoyo. Sólo aprobaron aquellos empollones que ni si quieran sabían quién coño era Bob Dylan.  Una verdadera desgracia. 

La revisión del examen fue unas semanas más tarde, a las 18:00, en su despacho. Era un frío jueves de febrero. Llegué media hora antes para evitar colas y ser el primero en revisarlo, pero al llegar allí no había nadie de ese catastrófico 90% de suspensos. Ese mes, la revista Rolling Stone tenía de portada a Jimi Hendrix y yo ya me la había comprado el mismo día que salió a la venta en el Kiosco de mi barrio, el de Anselmo, mi kiosquero de confianza. Se me ocurrió presentarme con la portada bajo el brazo para que el profesor viera que yo también era un fiel seguidor de Hendrix. Podéis llamarme gilipollas, pero sólo veía posible aprobar ese examen con mi baza musical.

Esperé a las seis y di con mis nudillos tres golpes en la puerta de madera de su despacho. Al otro lado escuché su voz, no sé qué dijo, pero por su tono deducí que podía entrar y eso hice. 

Mientras me ofrecía educadamente que me sentara, pude darme cuenta como sus ojos se clavaron en la revista. Y nada, empezamos a revisar el examen. Él ya sabía quién era y me llamaba por mis apellidos, jamás por mi nombre. Tardamos diez minutos para que finalmente me dijera que era imposible aprobarme porque mi examen daba asco y ya cuando estaba levantándome para irme de aquel despacho, que bien podría ser una de las salas del infierno que describe Dante en su Divina Comedia, cambió el tono, y tuteándome me dijo “¿Y un joven como tú qué hace con Hendrix bajo el brazo si no sabrás ni quién es?”. Fue entonces cuando en mi cabeza pensé (con voz en off al estilo de una película americana) “Se ha abierto la caja de Pandora”. Me senté y respondí “No quiero sentirme ofendido por lo que acaba de decir pero…” y comenzó mi demostración de conocimientos musicales. Aún conservo en mis recuerdos aquel número, de aquella revista, de aquel mes, de aquel año, de aquella portada.


Sin darnos cuenta, pasó hora y media en la que estuvimos hablando de música y vida. En un momento dado, cortó la conversación, miró el reloj y me dijo “Conozco un bar de Rock. Sé que puede sonar raro que un vejestorio de cincuenta y cinco años, como yo, que es tu profesor,  te invite a tomar un brebaje mágico”. Aquellas dos últimas palabras me acojonaron más que lo del vejestorio queriéndome llevar a un bar de Rock  y entonces le pregunté qué cojones era eso de “un brebaje mágico”. Se rascó los pelos laterales de la cabeza y luego se frotó la calva creando un ambiente de solemnidad mientras decía “Sí, sí, un whisky escocés más joven que yo y más viejo que tú”. Por supuesto que acepté. Escribí un mensaje a mi novia, que por aquel entonces tenía, diciendo que la revisión se iba a alargar bastante más de lo previsto y que después le contaría con detalles el surrealismo más grande del que estaba siendo víctima.

Llegamos al bar en su Peugeot destartalado. Pidió dos whiskys y proseguimos con la conversación. Se puso hablar de Bon Iver, su último descubrimiento musical, porque también conocía perfectamente la música de hoy, aunque únicamente la internacional. Me dijo que Bon Iver le recordaba a él de joven y que su música era capaz de traspasarle el alma. Me contó que había estudiado en una universidad de EEUU (no recuerdo cuál) durante dos años. Algo parecido a los Erasmus de ahora. Me dijo que se hizo amigo de un americano comunista con el que recorrió gran parte de los Estados. Acompañados solamente de sus mochilas y un banjo. Aquello me pareció tan brutal y bello que me hizo sentir envidia. “Él tocaba el banjo mientras yo le acompañaba cantando “a pelo” en cada bar al que parábamos a comer, en cada esquina de cada pueblo desconocido y así conseguir pasta para poder seguir viajando en tren” Sus ojos se llenaban de alegría y de vida mientras me lo contaba. Se ponía a cantarme estrofas con acento americano perfecto y a la vez era capaz de imitar con la boca los sonidos de un banjo perfectamente afinado. Cantaba muy bien.


“La música y el amor son los únicos elementos que pueden curar cualquier herida.”  Me dijo mientras movía el vaso suavemente para hacer golpear los hielos. “Ambos conceptos están tan estrechamente unidos que es imposible que exista música si no hay amor por ella, y es imposible que haya amor si no hay música dentro de él.” Joder, me dejó clavado en el sitio con esa frase. Sus ojos esta vez se perdían en el fondo del vaso como si quisiera encontrar algo allí dentro; algo que ya había perdido en un pasado muy lejano. Y siguió hablando; “Las guitarras las crearon con curvas de mujer para poder acariciarlas con la misma delicadeza que ellas se merecen. Las hicieron con sus formas para poder abrazarlas con fuerza, suavidad, dulzura y así lograr sacar sus mejores sonidos. Cuando abrazas a una mujer o a una guitarra, ambas te dejan marca en el pecho y en el alma para siempre. Y sólo cuando abrazas a la guitarra o a la mujer adecuada, y sientes como tu pecho se suelda a su pecho, es cuando realmente sois capaces de conocer todos vuestros dolores, locuras, virtudes y culpas. Esas cosas que se dicen de mí, de que soy un borracho, de que me pongo hasta el culo de whisky desde que mi mujer me dejó, son malditas mentiras. Mi mujer me dejó ¿y sabes por qué? Porque fui un inútil que no sabía abrazar su cuerpo perfecto, que no supo jamás sacar toda la música que llevaba dentro cuando ella lo necesitaba. Porque no fui capaz de convertirme en guitarra para entender los sonidos que, por las noches al llegar a casa, me susurraba. Punto y final”

Desde que me dijo aquello el profesor, cada vez que he abrazado a una mujer lo he hecho de la misma forma como cuando abrazo una guitarra acústica y he descubierto música en el amor y amor en la música. Me tomé tan al pie de la letra su teoría que llegué a convertirme en una guitarra. A metamorfosearme en este instrumento como Kafka convirtió a su protagonista en un escarabajo. Me lo tomé tan al pie de la letra que soldé mi pecho de madera al pecho de una mujer perfecta de forma tan intensa, que llegué a joderlo todo y a quemarnos por dentro.

Ahora sólo quiero curar los trozos de esta guitarra rota en la que me he convertido, afinarme las cuerdas y volver a acariciar el alma y el cuerpo de aquella chica perfecta.

@HoldenCenteno

lunes, 30 de septiembre de 2013

De muerte y eternidad

"La única diferencia entre la persona y el personaje, 
es que el segundo vive para siempre."


Dibujo @Blancobain_

lunes, 16 de septiembre de 2013

A relaxing cup

                                 "A relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor..."

"Sí, y ya de paso si quieren relaxing people can go with putas in Montera Street..."

Dibujo @Blancobain_

domingo, 8 de septiembre de 2013

jueves, 5 de septiembre de 2013

Alguien ha entrado

Había alquilado con mis amigos una casa pegada en la playa para sobrevivir al Arenal Sound. Ya llevábamos tres días disfrutando del festival. Esa noche nos fuimos a dormir a las seis de la mañana. Recuerdo que antes de acostarme, abrí la ventana que pegaba al mar y vi como el color sonrojado del sol ya amenazaba todo resquicio de mar que alcanzaba mis ojos y eran tan bello y sencillo lo que veía que hice una fotografía para inmortalizarlo.

Soy sonámbulo, y una hora y cuarenta y cinco minutos más tarde, me desperté con un fuerte golpe en el pecho que me puso en pie de un salto sobrenatural. Me quedé asustado, fuera de la cama, sintiendo como mis pies descalzos tocaban el suelo repleto de restos de arena de la playa. Mi amigo, con el que compartía habitación aquellos días, que como todos, sabe que soy sonámbulo, me dijo sin perder la calma: “Tranquilo ¿Qué pasa?” A lo que le respondí: “¡Alguien ha entrado! ¡Alguien ha entrado!” Cuando dije, o más bien, grité esas palabras, ya era medio consciente de lo que hacía y decía. Me di cuenta que estaba soñando, miré el reloj del móvil, 7.45 de la mañana, y volví a la cama para seguir durmiendo.


A  las nueve de la mañana, sonó mi móvil. Fui disparado a cogerlo para evitar volver a despertar a mi amigo. Al ver la pantalla, con los ojos más cerrados que abiertos, pude leer “Mi Viejo - Llamando”, y antes de descolgarlo, en un lapso de cinco segundos, pensé en un cumulo de posibles gilipolleces que podría decirme para llamar a esas putas horas, pero no llegué a una conclusión clara. Arrastre el botón verde del móvil táctil y escuché su voz; “¿Te he despertado?” y yo  con la voz quebrada de haber cantado la noche anterior todas las canciones de La Habitación Roja, respondí: “Joder…claro papá, sólo he dormido dos horas ¿Qué quieres?” Su voz cambió radicalmente. Llorando, me dijo que mi cuñado había tenido un paro cardiaco y antes de que llegara el SAMUR, él mismo le había dado puñetazos en el esternón para intentar reanimarlo sin ningún éxito. Cuando llegó la ambulancia, consiguieron volver a reactivar los latidos de su corazón. Demasiado tarde. La parada cardiaca había durado alrededor de quince minutos, lo que significaba que los daños cerebrales, si se despertaba del coma, iban a ser absolutos. Cogí el primer Ave que salía de Valencia y volví a casa.

A la mañana siguiente llevé a mis sobrinos, los hijos de mi hermana, a la piscina, comimos allí, y pasé el día haciendo subnormalidades para hacerles reír y tenerlos distraídos. Cuando llegó mi hermana, mientras llenaba de besos a sus hijos, me dijo: “Tengo que contarte un secreto”. Apenas hice caso, con los niños, aclamando a su madre a gritos, había tanto caos que ni me di cuenta de continuar lo que me quería decir. Al acabar la tarde, la recordé que tenía que contarme un secreto. Me miró seriamente y me dijo que no, que me lo había inventado, que ella no tenía consciencia de que me hubiera dicho tal cosa. Así que pensé que me lo había inventado. No le di importancia.

Un día más tarde, por la noche, me confesó que la tarde que se supone (según yo) que me dijo que tenía que contarme un secreto, horas antes, cuando había visitado a mi cuñado en la UCI, le dijo al oído que tenía que contarle un secreto de algo que le había sucedido, y que hasta que no se despertara, no se lo iba a contar. Me juró que ella no tenía ninguna consciencia de haberme dicho que tenía que contarme un secreto  porque de hecho, no quería contármelo, quería reservarlo a su marido cuando acabara todo ese jodido calvario. Mi hermana se asustó y me dijo que si yo saqué de ella (incomprensiblemente) que tenía un secreto, significaba que mi cuñado iba a morir y que tarde o temprano  tendría que contármelo. Mi hermana no se confundía; murió al día siguiente de que ella me desvelara la existencia de un secreto, que aún desconozco, y que tiemblo pensando que ahora es para mí.


Aún recuerdo que mientras escuchaba los sollozos de mi padre en el móvil, le interrumpí diciendo “¿A qué hora ha pasado esto?” Sin dudar ni un segundo me respondió, y escuché a través del auricular la respuesta que no quería escuchar; “Cuando miré el reloj eran las 7.45”. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y el móvil se me cayó al suelo.

En ese momento entendí  que los golpes insistentes de mi padre contra el esternón de mi cuñado, atravesaron, de alguna forma inexplicable, también mi pecho. Inconscientemente dije “¡Alguien ha entrado! ¡Alguien ha entrado!” y a fuerza de los golpes de mi padre, una parte de mi cuñado, se trasladó en el instante que desperté, entró dentro de mi alma y ahora se sustenta sobre mis huesos hasta que me muera.

@HoldenCenteno

sábado, 3 de agosto de 2013

Fin de la cita

@Blancobain_  poco a poco va dando vida al Sr. Centeno. Desde el primer momento accedió a mi propuesta y desde que hizo el avatar y el encabezado, todos sus dibujos han sido muy bien recibidos y compartidos por mucha gente en Twitter.

Hoy inaugura en el blog un rincón de viñetas que no dejará indiferente a nadie. Efectiva, rápida y con un estilo divertido, desenfadado y cuidando cada detalle, nos muestra una visión única de un Holden del S.XXI.

     "Cuando os regalé mi gorra de caza, tuve que especificar que no era para cazar sobres... Cretinos."

jueves, 25 de julio de 2013

El taller

Cuando estaba en el colegio, dedicaba las tardes de los jueves, después de siete horas de clase, a ir al taller de escritura que organizaban los profesores frikis de literatura. En aquella actividad, sólo iba la gente que sacaba buenas notas (jodidos empollones), otros que se creían que escribían bien y presumían de ello, los más marginados y por último, uno de mis mejores amigos y yo, que nos reíamos bastante de aquel panorama. Éramos unos diez integrantes. Para el resto del colegio, éramos los raros. Recitábamos poemas, relatos y hablábamos sobre literatura, escritores, músicos y artistas. Después, callábamos para escribir lo que nos saliera de los cojones y luego leíamos en alto, cada uno, las estupideces que habíamos escrito.

Esos poemas y relatos que escribíamos, pasaban un filtro, o mejor dicho, una purga, y los mejores eran publicados en un pequeño cuadernillo que repartían todos los profesores de lengua a todos sus alumnos. Alrededor de mil ejemplares que a nadie le interesaban y que solían acabar tirados en la basura o por los suelos del colegio. Aún guardo los ejemplares.


En realidad nosotros queríamos publicar en la página web que derivaba del taller y que guardaba el mismo nombre. En ella escribían los antiguos alumnos que ahora eran reconocidos poetas en el mundo de la literatura, profesores de prestigio, poetisas únicas y escritores de prosa con unos cuantos libros ya publicados. Era una revista digital que se leía mucho, no como nuestro puto cuadernillo que en el mejor de los casos (cuando era leído), los chavales si se cruzaban contigo en el recreo, aprovechaban para reírse de las palabras que habías escrito.

Empecé a interesarme por la poesía y sólo garabateaba versos, bastante malos, hasta que escribí un poema que marcó un antes y un después en mi forma de escribir. Aquel poema lo pude hacer gracias a la primera chica que encendió mi alma y gracias a uno de mis ídolos; Bernini. Por aquel entonces sólo tenía dieciséis años. Era pequeño y mi forma de escribir y de entender el lenguaje no tenía nada que ver con las palabras y formas que ahora tiñen mis papeles. El poema lo titulé “La triste historia de Apolo y Dafne”.  

Decidí enviárselo al director de la revista digital y a los pocos días recibí un email del jefe del taller e integrante del consejo editorial de la revista, en el que me decía (copio y pego):

Eh tú, chaval, tengo que decirte algo. Me hubiese gustado decírtelo a la cara, pero bueno: eres un mamonazo y apestas. No, en serio (lo que no quiere decir que no seas un mamonazo y que no apestes), el asunto que nos concierne ahora es otro.
Resulta que hemos decidido publicarte en la revista digital, la grande, la seria, la buena, la auténtica, la única e inigualable y no esa burda imitación de mierda en la que escribís todos vosotros y que nadie lee. 
Como ves, esto supone mucha responsabilidad: puede ser que empieces a formar parte del selecto club de gente que publica en la revista. En tus manos está, todo depende de la calidad de los textos que mandes... si es que mandas alguno, mamonazo. De momento hemos decidido publicar una poesía tuya, la penosa historia de una pareja de amargados.
Así pues, que lo sepas. Eso es todo por ahora. Saludos.
Un email del típico tío que finge ser tu colega, te miente diciendo que le hubiera gustado darte la noticia en persona, se hace pasar por gracioso (lo hace mal) y solo sabe decir la palabra “mamonazo” para hacerse sentir más cercano, consiguiendo así el efecto contrario. Me jodió aquel penúltimo renglón en el que cambiaba el nombre a mi poema y lo mutilaba, bautizándolo  como “la penosa historia de una pareja de amargados”. Maldito hijoputa.


Desde entonces dejé de publicar en el cuadernillo y me empezaron a publicar muchos poemas en la revista digital hasta que, sin previo aviso, dejó de actualizarse, por motivos que desconozco. El club selecto resultó no ser tan distinguido y se hundió por el peso de la dejadez y el falso amor por el mundo de las letras.

La triste historia de Apolo y Dafne

Huiste de mí entre los bosques.
Tan solo quería hablarte de mi vida,
de todas esas historias que nadie escucha
y sin embargo a ti te gustaban
y lo mejor de todo es que te hacían reír.
Vienen a mi memoria aquellas tardes
en las que hablábamos bajo los laureles,
donde parecía que tu pelo olía a tomillo
y tu cariño al aroma que deja la lluvia
en la tierra húmeda del campo.
Pero una mañana paseando contigo
sin saber por qué, te marchaste.
Corrías rápido esquivando las ramas de los árboles
que se cruzaban en tu huída.
Sin apenas pensar, seguí tus pasos,
torpemente corría, resbalando con el musgo,
hasta tropezar con una piedra.
Ahí me quedé, tendido en el suelo,
viendo ya tus piernas apresadas en el barro.
Gritabas mientras tus manos suaves
se volvían tan ásperas como las ramas
y aquellos dedos tan finitos y delicados
se convertían en hojas,
mientras tu rostro puro
pasaba a ser un tronco retorcido.
Llegué a ti despacio,
me senté sobre tus raíces
y te dije llorando
que si ser un árbol era tu deseo,
me convertiría en mirlo
para juguetear entre tus ramas,
que como dijo un poeta;
“donde hay amor, no manda enamorado”.

@HoldenCenteno

jueves, 11 de julio de 2013

El día que me descubrieron

Lo que me pasó un día del mes de mayo fue para descojonarse de risa. Iba en el metro, reconozco que un poco hasta los cojones, al extremo de que llegué a bajar la guardia. Soy un tipo que suele estar siempre en guardia. Me refiero a que me fijo en todo lo que me rodea y estoy preparado para cualquier suceso inesperado que pueda golpearme física y/o mentalmente para bien o para mal. Si un grupo de personas me critica cuando paso a su lado soy capaz de predecirlo antes de que eso suceda y si se me escapó profetizarlo, soy capaz de escuchar los comentarios que hicieron aunque no pudieran ser apreciables para el oído humano. Si pasa una chica guapa, puedo decirte en menos de seis segundos lo que lleva puesto sin ser de esa clase de tipos asquerosos que han desarrollado  en su cerebro la patética capacidad de mirar a una chica y verla desnuda. A esos hombres deberían de encerrarlos en un puto psiquiátrico.


A la espera de que nada me coja inesperadamente, estoy siempre en guardia, observando cada detalle, atento a lo que sucede, pero como os decía, en ese momento bajé la guardia. Iba escuchando Vampire Weekend a todo volumen. Saqué del bolsillo el móvil, abrí el Twitter, abrí la ventanita para tuitear algo que llevaba en la cabeza y antes de empezar a escribir mis ciento cuarenta letras,  una chica de veintitantos años, sentada a mi lado, señala el móvil y dice: “¡Eres @HoldenCenteno!”. Al escuchar aquello me quedé congelado, lo reconozco. Seguidamente me plantó dos besos mientras me decía: “¡Eres tan guapo y atractivo como imaginaba! ¿Qué hay que hacer para casarse contigo?”.  Tal cual. Sentí alegría y miedo. Siguió diciendo cosas, hablaba tan rápido y pasaba de un tema a otro de forma tan irregular que me costaba seguir el hilo de la conversación o mejor dicho, del monólogo. Sus ojos bien abiertos examinaban cada trozo de la ropa que llevaba puesta  y cada detalle de mi cara.

Ella tenía algo, sus ojos brillaban y tenían dulzura sus gestos y  voz. Parecía inteligente y culta, aunque a veces, durante su discurso, denotaba lo contrario. Me habló de casi todas las entradas de mi blog. Me explicó que hacía semanas se había cerrado el Twitter pero que aún así no me pierde de vista diariamente. Me dijo “Ólvidate de la chica de Los Planetas y vente conmigo”. Me invitó a ir de tapas por el centro de la ciudad y yo por un momento dudé, me faltaron tres segundos para decir que sí, pero en esos tres segundos mi cabeza funcionó correctamente y dije que no. Puso cara de decepción y su gesto cambió rápidamente para decirme “Eres un poco borde ¿No?” Yo no respondí y ella rápidamente sacó un clínex (no usado) de su bolso y me apuntó su nombre y su número de teléfono. Se despidió de mí y a la parada siguiente se bajó.

Me quedé un poco bloqueado y el viejo que tenía sentado al otro lado me dijo “alégrate joven, que te ha dado el teléfono una chica bien guapa”. No le respondí y el viejo me miró con cara de asco. Cuando bajé y fui caminando a casa, bajo un cielo blanco, pensé que quizá esto se me está yendo de las manos. De repente descubrí (de verdad) que hay gente que disfruta leyendo lo que escribo y eso me volvió a dar alegría y miedo. Por eso, en ese momento, pensé que al llegar a casa iba a eliminar el puto Twitter y el blog. Pensé en desaparecer sin deciros nada, como un puto cobarde, como ese vaquero del oeste que huye antes de que amanezca para evitar un duelo que probablemente acabe con su cuerpo inerte sobre la tierra seca y ardiente.

Aquella chica nunca ha dado señales de vida desde aquel día y mejor. Menos mal que no eliminé el Twitter, ni el blog y lo que sí que hice fue romper aquel teléfono que apuntó en un puto clínex con olor a menta.

Aquí sigo y seguiré por mucho tiempo, o eso creo.

@HoldenCenteno

miércoles, 3 de julio de 2013

BSO

Esto es una historia real que pocos creerán.

El año pasado a uno de mis mejores amigos le dejó la novia en el mes de marzo. El pobre estaba bien jodido. Había vuelto a fumar y aprovechaba cualquier festejo para emborracharse. Él es del Real Madrid al 100% y, a pesar de ese “pequeño” detalle, nada le impidió ir a "celebrar" a Neptuno la victoria del Atlético de Madrid en la UEFA. "He comprado un Ballantines" sonó al otro lado del teléfono. Allí estuvimos entre toda la gente, como unos hinchas más, hasta que terminamos el último trago de Whisky. Quedábamos todos los fines de semana. Quedábamos incluso cuando el resto de nuestros amigos no querían o no podían. La idea era mantener su cabeza distraída y evitar cualquier patética declaración de amor nocturna de borracho a través de WhatsApp o una llamada desesperada a altas horas de la madrugada en la que sólo se dicen estupideces. Logramos el objetivo, aunque, a veces, fue duro conseguirlo.

Propusimos a nuestros amigos ir al festival Low Cost. Todos se negaron. Decidimos, de nuevo, hacer el plan solos. Él me advertía "al final la gente va a creer que somos pareja…" Y yo le respondía "Eso es lo que somos, pareces idiota. Dos personas forman una pareja" y volvía a responderme "No me jodas con tu prosa embaucadora de mierda, sabes a qué me refiero". En aquel festival, todos los días a las seis de la tarde ya íbamos pedo debido a que ese era el ritmo que llevaban todos los asistentes. Era como una norma no escrita que todos cumplían sabiendo cuáles eran sus límites para decir basta y poder disfrutar de los conciertos. Volvíamos al camping cada día sobre las seis de la mañana. Saltábamos la puerta del recinto de la piscina y nos quedábamos allí dormidos hasta la hora de comer. El último día dos chicas con las que solíamos coincidir en el festival, nos propusieron ir a dormir a su piso, uno de esos rascacielos situado en primera línea de la playa, pero esa noche también acabamos durmiendo en el puto césped de la piscina, junto al resto de la gente del festival, que el segundo día, ya habían copiado nuestra tendencia debido a que en la puta tienda de campaña a las 9am, el sol ya estaba dando por culo, asfixiándote. Vivimos tres días intensos de música perfecta en un lugar rodeado de montañas con cierto aire místico que ayudó a mi amigo a seguir manteniendo la cabeza fría y evitar su derrumbe definitivo.



En septiembre seguimos la dinámica. Empezamos a frecuentar Independance. Un local en el centro de la ciudad donde sólo se excluye la entrada a la música que es una puta mierda. Ese lugar tiene algo. Está en frente del Cine Ideal. Un cine que se construyó en 1915 cuyas vidrieras de colores combinan a la perfección con el estilo de los hipsters de la zona.  La puerta de la sala, conquistada por una fachada sostenida por dulces y aguerridas cariátides, tiene una luz que ilumina su nombre atrayendo a toda persona que cruza por ahí. Tiene el efecto parecido a una de esas lucecillas que los mosquitos y polillas no pueden evitar ir a tocar y al contacto de la misma, mueren. Aquí, una vez que entras por debajo de esas luces, recibes una descarga eléctrica de buena música que no mata, sino que te alimenta y te da más vida.



Íbamos cada puto fin de semana de todos los que tuvo septiembre y octubre.  Ahora me viene a la cabeza el día que pinchó José Chino (guitarra y voz de Supersubmarina). La sala estaba reventada de chicas adolescentes que querían ver al cantante y mover las caderas al ritmo de sus gustos. Se amontonaban junto a él. Mi amigo, ya con cuatro copas en sus venas, se acercó hasta la cabina y en el móvil le escribió “Pincha el tema de “La Cuadratura del Círculo”. Eres el puto amo. Viva Baeza. Te follaba.”. Claro, al leerlo, debió de pensar que mi amigo debía de tener algún tipo de retraso mental, porque 1)Aquel Código Morse era de lo más penoso del mundo 2)Nunca pinchó la canción.



Hace un mes estuvimos de nuevo, esta vez con todos mis amigos. Después de un buen rato salimos a tomar el aire. Sólo él y yo. El resto se quedó dentro. Nos sentamos en el bordillo de la acera de enfrente y cuando pasaron cinco minutos una chica se nos acercó diciendo “Tengo el negocio del siglo”, sonreía intensamente y no parecía haber probado ni una puta gota de alcohol. Sus amigas se habían quedado apartadas, ellas también salían de Independance. Nosotros espontáneamente le dijimos que nos lo contara. Dijo que quería abrir una tienda, a lo que mi amigo respondió; “Vaya puta mierda de negocio tan poco original ¿No?” pero ella no hizo caso y siguió; “no será una tienda  cualquiera, será La Tienda de las Canciones de tu Vida”. A lo que mi amigo respondió; “Me sigue pareciendo una puta basura, el nombre es demasiado largo y cursi”. Ella le volvió a ignorar y yo escuchaba atento. “Tengo un don, soy capaz de adivinar con diez preguntas la BSO de tu vida. La gente vendría y  me pediría que les llenara sus reproductores de música con las canciones que marcan su vida hasta el momento y las que marcarán sus próximos pasos, eso incluye todas las canciones que ya conocen pero también las que desconocen que al escucharlas se estremecerán por dentro y se romperán en mil pedazos de alegría o tristeza”.  Yo le veía futuro. A mí la música me hace vivir más feliz y por eso pensaba que aquella locura podría tener éxito.

Me empecé a interesar y a sospechar que realmente ella tenía ese don del que se enorgullecía y pedí que nos hiciera una demostración allí mismo, y que le dijera a mi amigo una canción de su banda sonora. Mi amigo me miró con esas miradas que hablan y sólo puedes traducir cuando conoces mucho a la persona que te la lanza; en este caso sus ojos dijeron “Estás como una puta regadera, hablando con una jodida loca”. La chica se sentó entre los dos. Estaba guapísima. Empezó con las preguntas que no tenían nada que ver con la música y eran muy extrañas. Anotó las respuestas en el iPad que sacó de su bolso, se puso los auriculares durante un minuto, después los quitó de sus dulces orejas, que dejó al descubierto al apartar su pelo castaño y liso. Me miró con una sonrisa provocativa, miró a mi amigo, se puso seria y mirando a sus ojos dijo “La Cuadratura del Círculo”. Su voz entró por nuestros oídos y se nos clavó en lo más profundo del corazón. Sin dudarlo mi amigo dijo; “Seremos los primeros inversores y socios de tu empresa”. Ella sonrió satisfecha y al despedirnos nos dimos un brutal abrazo jurándonos amistad eterna.

Pudo decir otra canción pero no lo hizo. Dijo una canción que meses atrás mi amigo pidió en Independance. En aquella ocasión no la escuchamos, pero aquel día, gracias a ella, sonó en nuestras cabezas y no pudimos pegar ojo en toda la noche.


@HoldenCenteno

jueves, 27 de junio de 2013

El árbol gris

Esta semana me crucé con una de esas personas especiales que sólo puedes encontrar, de vez en cuando, en la ciudad que yace bajo la tierra o vulgarmente conocida como Metro. Era un mendigo de unos 45 años. Bastante gordo, completamente borracho y con una gabardina marrón tan larga que iba acariciando el suelo. Estaba sucia y destrozada. Llevaba una vieja mochila cargada en la espalda que parecía que contenía cada uno de sus jodidos sufrimientos, y como sabéis, el sufrir pesa. Así que en cuanto entró al vagón, la dejó en una esquina. Aquel hombre tenía el aspecto parecido al de un viejo árbol gris.

Iba agarrado a la barra y apoyando su peso sobre el vagón. De los bolsillos de su infinita gabardina sacó una Coca-Cola de medio litro cargada de whisky y empezó a ingerir pequeñas cantidades utilizando el tapón rojo a modo de vaso de chupito. Cada vez que se servía uno, el 20% del brebaje caía al suelo. Después de beber unos diez chupitos, abrió la boca para gritar en una lengua desconocida. Parecía un viejo dialecto de la estepa rusa, o eso me imaginé. Luego demostró su fuerza haciendo flexiones en el suelo, intentando levantar sus más de cien kilos y soltando puñetazos a las paredes. Había gente que se reía de la situación y otros que se reían de él. Había gente que sentía pena por aquel hombre y también los que sentían miedo y aprovechaban para bajarse en la próxima estación. Incluso, había varios que no se habían dado cuenta de su existencia porque el volumen de sus auriculares se lo había impedido. A las tres paradas, el viejo borracho, ya fatigado, se sentó.

Justo en ese momento, acababa de entrar un hombre que decía que estaba en paro, que tenía dos hijas y suplicaba una moneda para poder comer algo. Recorría el vagón de un lado a otro tendiendo la mano a los pasajeros mientras explicaba la grave situación por la que estaba pasando. Entre tanto, me fijé en el borracho; ya se había calmado y miraba al hombre, escuchaba atentamente todas sus penurias. No sé si estaba entendiendo algo, pero le miraba muy respetuoso y con gesto serio. Cuando el hombre con su mano tendida pasó por el lado del borracho, este volvió a meter la mano en uno de sus bolsillos infinitos y sacó de la gabardina un batido (Leche Pascual) de fresa y lo dejó en su mano. El hombre le dijo al mendigo borracho “gracias caballero” y se cambió de vagón para seguir pidiendo.

Mi querido amigo el borracho se quedó allí sentado, con un gran gesto de paz en su rostro. Con el gesto de paz más grande que se respiraba entre todos los usuarios de la puta red de Metro que en ese mismo momento también estaban allí y cuyas jodidas caras sólo delataban un fracaso escondido en limpias corbatas y dulces vestidos.

El árbol gris no florece a la vista de todos. Los colores los lleva por dentro.

Yo tenía un maldito euro en mi bolsillo y no fui capaz de dárselo.


@HoldenCenteno

miércoles, 12 de junio de 2013

Un cuento en memoria de Smoke

No me considero una persona tétrica, ni tengo la sangre fría pero reconozco que los cementerios y  los tanatorios me atraen. En realidad lo que me atrae es el misterio de la muerte, que como decía un escritor, es el acto más vital de las personas. Si fuéramos inmortales no seríamos capaces de asimilar todas las alegrías y golpes que nos trae la vida. No seríamos capaces de vivir con todo lo bueno y lo malo una eternidad pero lo cierto es que el Hombre se aferra a la vida y trata de ser inmortal mientras la muerte no le alcanza.

He visitado todos los cementerios de la ciudad porque he tenido que ir a entierros y además porque voluntariamente he querido pasear entre gente buena y mala que ahora son nadie y nada. En un cementerio se concentra la tranquilidad más absoluta y me gusta ir allí a consumirme en esa tranquilidad y a recordar que la muerte es un aliciente para aprovechar cada momento de la mejor forma posible y no echar a perder nuestra vida por vivirla de forma inadecuada.


Los tanatorios son otra cosa. Eso ya es otro asunto. Siempre he pensado que parecen jodidos hoteles de tres estrellas pero especialmente me recuerdan a los aeropuertos ¿Por qué? Suelos de piedra brillantes como espejos, televisiones gigantes en las que, en unas se anuncian los vuelos con el número de las terminales;  mientras que en otras, en los tanatorios, se anuncian los muertos con el número de sus capillas ardientes. Quizá lo hacen para que la gente piense que de allí se van directos a un mundo mejor y desconocido para los vivos, como cuando uno coge un avión. También me recuerdan a los aeropuertos por aquello de que siempre están repletos de gente, gente que se abraza, que llora, que se ríe, que están allí esperando algo y les toca los cojones.

Os contaré un secreto. Hace dos años se murió mi primo y claro, fuimos al aeropuerto, quiero decir, al tanatorio. Después de saludar a toda la familia,  ver el cuerpo frío, seco y maquillado ya no había mucho más que hacer, salvo estar allí, sin más, porque cuando uno se muere, lo único que hay que hacer es ser visible para que los que más lo sufren se sientan arropados. Era la una de la madrugada y después de comer un sándwich de una puta máquina expendedora, me alejé de mi familia diciendo que tenía que ir al baño. Mentira. Me fui a dar una vuelta por el tanatorio. La noche era fría y lluviosa y eso impedía que pudiera salir fuera a respirar aire vivo, así que la “mejor” opción era estar dentro, al amparo del ardor de las familias, de sus lágrimas y del calor de los muertos.


En pocos segundos se me ocurrió una idea. La noche iba a ser larga y me negué a dormir en un maldito sofá de esos que están en los pasillos por donde la gente no deja de pasar en todo momento. Decidí que visitaría absolutamente todas las salas, todas las habitaciones, todas las capillas ardientes o como quieran llamarlas. Aquel tanatorio tenía veintiocho salas y sólo había visto la número dos, en la que estaba mi primo, así que tenía que ponerme manos a la obra para visitarlas todas. Bajé a la entrada principal y empecé por la sala número uno. Decidí que haría el papel de pariente lejano. Me inventaría cualquier cosa que me preguntaran los familiares de cada difunto. Era tarde y supuse que me encontraría con poca gente. En la gran mayoría de las salas todos me miraron raro, con una mezcla de odio, asco y agradecimiento en sus ojos y en todos ellas hacía lo mismo; les daba la mano y velaba al muerto durante diez minutos. Ni uno más, ni uno menos. Después me despedía de los presentes y me iba a la sala colindante. Nada especial sucedió en ninguna de las malditas salas salvo en la veintidós.

Al entrar me encontré con un matrimonio, sentados en un sofá, ellos solos. Al instante me di cuenta de que eran ciegos. Me quedé bloqueado y al dar un paso hacia atrás, escucharon el sonido de mis zapatos.  Se levantaron y la señora dijo “Justo le estaba diciendo a tu padre que vendrías a pesar de que llevemos años enfadados” a lo que contestó el hombre “Y yo le estaba recordando que eres tan idiota que ni ibas a ser capaz de venir a despedirte por última vez de tu hermano”.  La señora abrió los brazos como esperando a que fuera a su regazo para abrazarnos y en ese momento pensé “¿Qué cojones hago ahora?”. Pero fue sencillo. Parecía que algo se había apoderado de mi puto cuerpo y de mi cerebro y me dirigí hacía ella y la abracé mientras les decía “soy idiota, pero no tan gilipollas para no venir a despedirme y volver a veros después de tanto tiempo”. Me cago en la puta. No entendía por qué estaba haciendo aquello. Lo que sí que entendí  era que sabían perfectamente que yo no era su hijo pero dese el primer momento quisieron fingir que sí y se empeñaron en hacer lo más real posible aquel encuentro que esperaban y que nunca llegó.



Velé el cuerpo diez minutos y volví a la salita conjunta del sofá donde estaban ellos. Me hicieron mil preguntas sobre cómo me iba la vida y yo sobre la marcha me inventé todo. Un relato que pareciera bonito para ellos, unos sucesos inesperados que acabaron convirtiéndome en un hombre bueno y con éxito. Lo hice porque supuse que eso es lo que quieren y esperan los padres de sus putos hijos. Ellos reían, estaban felices, se sentían orgullosos de su hijo, me daban la enhorabuena, besos y mi supuesto padre me premiaba con collejas. Finalmente me fui. Me puse a llorar como nunca en mi vida y nos despedimos entre lágrimas los tres.

Ha sido la única obra de teatro en la que he actuado y desde aquello, decidí bajarme de los escenarios.

@HoldenCenteno


jueves, 6 de junio de 2013

Las bibliotecas y las personas que las habitan

Estoy en esa fase en la que conozco a la gente de la biblioteca. No, no hablo con ellos. Ni sé cómo cojones se llaman. No son mis amigos, pero sé sus horarios, sé que estudian y sé los sitios que prefieren para sentarse. Yo me suelo poner cerca de un ventanal, detrás de una chica que suele estar allí cada mañana. A veces miro hacia ella y sólo veo cómo su pelo liso y castaño cae más allá de su cintura y ver aquello me descoloca porque creo que es una chica que conocí hace tiempo y que desde el día que nos cruzamos, me enseñó a respirar a partir de sus latidos. Pero no, no es esa misma chica. Sólo tiene el pelo muy parecido.

Odio a esas personas que van a estudiar y se pasan las horas cuchicheando o a los que salen a descansar y cuando regresan, siguen cuchicheando ¿No sería más fácil que os quedaseis fuera diciendo en alto las gilipolleces que os estáis susurrando? Tampoco soporto a los que estudian escuchando música a todo volumen porque en cuanto escucho una melodía trato de adivinar cuál es y el ritmo de la batería se me queda en el cerebro durante la próxima media hora y ya no hay quien se concentre.

Voy a una biblioteca que es mi jodida perdición por dos razones 1)Libros buenos y nuevos  y 2)Discos buenos y nuevos. Con buenos me refiero a que tienen lo mejor de los mejores y con nuevos a que no están rotos, rayados, pintados, no huelen mal y tienen las últimas ediciones. Cuando voy a esa biblioteca a hacer cosas de provecho no me cunde una puta mierda. Imagínense, la sala de estudio está justo debajo de la de préstamos y en el techo hay ventanas que dejan ver las estanterías y la gente que por allí anda buscando libros, discos o la última temporada de Breaking Bad.


Creo que soy el único que, cuando estoy aprovechando el tiempo en cosas necesarias en esa maldita sala, siento en mi cuerpo y en mi cabeza el peso de la planta de arriba, el peso de todos esos libros y discos. Noto como los pensamientos de todos los escritores de la historia están sobre mi cabeza y me dicen; “deja de perder el tiempo y sube a beber nuestras palabras”. También noto como los discos de mis artistas preferidos con sus melodías me murmuran; “si subes, te prometemos estremecerte con cada nota de nuestras guitarras y de nuestras letras”. Me resulta imposible resistirme a esas peticiones, así que dejo de hacer lo que estoy haciendo y subo.

Uno de los bibliotecarios quiere ser mi amigo. Es un calvo de unos treinta y tantos años. El primer día saqué un libro de Vila-Matas, otro de Bukowsky, la biografía de Bernini y un documental de Bob Dylan y parece ser que le enamoré en el sentido intelectual de la palabra. Es un tipo majo pero ya me empieza a cansar tanta amabilidad. Cada vez que voy, parece que me está esperando. Me recibe tras el mostrador con una maldita sonrisa, me hace recomendaciones, me pregunta qué tal mi vida y me echa discursos existenciales que  me importan una puta mierda. Ayer fui con una camiseta que tengo en la que sale el careto de Dylan. Pues bien, llego allí y antes de hacerle una consulta sobre un libro, noto como mira mi camiseta y me empieza a decir “No hay nadie mejor que Dylan”. Después de pronunciar “Dylan” empezó a hacer una demostración de sus grandes conocimientos de la historia de la música contemporánea sin que yo le preguntara... Creí que me moría. Por momentos me entraban ganas de decirle; “Cierra esa puta bocaza“. Pero no lo hice, en el fondo me cae bien.


A veces cuando estoy llegando al mostrador y ya veo como me mira, me entran unas ganas terribles de decirle lo de aquel chiste malo: “Me puede dar un libro para hacer amistades, calvorota de mierda.” Pero nunca lo hago, en el fondo es un tipo majo. Me río por mis adentros y pido a los dioses romanos que no me dé el coñazo.  Es una gozada cruzarse con gente amable por el mundo pero es un infierno encontrarse con gente excesivamente amable.

El otro día conocí a una chica. Era muy guapa. Se sentaba a mi lado y al salir afuera para descansar un rato, se me presentó como “soy la chica que está a tu derecha”. Aquella forma de presentarse me gustó y rápidamente conectamos en una conversación adictiva. Cuando estábamos en el mejor momento de aquel descanso, de repente apareció el bibliotecario. Se nos acercó y me dijo “voy a tomarme un cafelillo, las grandes mentes han de estar siempre despiertas” y se fue. Aquella frase nos hizo descojonarnos. La chica, riéndose de mí, con dulzura, me preguntó “¿Eres amigo del bibliotecario?” Con cierto miedo, le dije que sí, a lo que contestó “Me gustan los tipos frikis como tú”. No supe qué responder a aquello y volvimos a entrar a la sala de estudio.

Desde entonces ya no veo al bibliotecario como un simple bibliotecario. Lo veo como un jodido héroe que sabe de todo y además aparece en el momento menos esperado para echarte una mano y empujarte a la sonrisa de una bella universitaria.

 Tengan cuidado ahí afuera.

@HoldenCenteno

jueves, 4 de abril de 2013

Empezando el mes

El otro día estaba en el Mercadona. Bastante predecible porque era primero de mes y ya iba siendo hora de tener algo en la nevera. En la cola de la pescadería, me paré a mirar a la gente, a todos los que me rodeaban y me pareció todo aquello una puta locura. Cientos de personas con carros de todo tipo; cestitas con ruedas, cestitas con asas y también esos carros grandes en los que va sentado el niño. Todas esas personas con la cara desencajada, buscando comida como locos, peleándose por la última bolsa de patatas en oferta, corriendo de un lado a otro, intentándose colar en las cajas para pagar. Choques, empujones, productos de comida tirados por el suelo que alguien dejo caer en algún momento y decidió no agacharse para dejarlos en su sitio. Patético.

Se nota cuando es fin de mes, se nota que es primero de mes y se nota que somos predecibles comportándonos como la mayoría, como la masa embrutecida en la que se ha convertido nuestra sociedad.

Después de ver todo aquello pensé que sería mejor hacer la compra a contracorriente. No lo pensé por ser más original que el resto, sino porque prefiero evitar el contacto con la raza humana en determinados momentos del día. No aborrezco a la gente, no odio a las personas, pero me da asco este tipo de rebaño humano en este tipo de circunstancias. Nada más.

Vi a una chica, una de esas universitarias independizadas que después de clase aprovechan para ir a comprar pan, huevos, leche y productos de bollería con grandes calorías y así subsistir en caso de algún acontecimiento inesperado. Aquella chica era distinta. Sabía qué quería y no dudaba al elegir una marca. Su pelo castaño y largo se mecía de un lado a otro al ritmo de sus caderas que se contoneaban frágilmente siguiendo la orden que marcaban sus piernas finas escondidas en unos pitillos ajustados. Era la única que se salvaba de aquella barbarie. La única que me hizo recordar que entre tanto desastre siempre hay una oportunidad.

@HoldenCenteno

sábado, 16 de marzo de 2013

Nos la suda


Hoy he llegado a una conclusión. Esta sociedad, en la que vivo, que es la que conozco, necesita limpiarse en algunas cosas. En muchas. No es nuevo decir que estamos en una sociedad en la que los patrones publicitarios (que es uno de los mecanismos principales que la mueven) se basan en el yo. Pocas, muy pocas, en el tú. Estamos como acojonados, atontados. Por ejemplo, una medida política que afecte a un colectivo determinado, sólo le interesa a ese colectivo. Ahora que hay paro para aburrir, parece que los ciudadanos activos, aquellos que pueden o están capacitados para trabajar, están en un paredón y les van disparando. Si te pegan un tiro (despedido) te jodes. Si no te disparan, rezas para que a ti, por lo menos, no te pase. Es decir, mientras que no te despidan, lo sentirás mucho por aquellos que hayan sido fusilados pero, “por favor que a mí no me pase porque sino si me importará (de verdad) el tema del paro”. Eso sí, todo el mundo a pedir medidas a un gobierno al que se la sudamos. En realidad, nos la suda todo mientras no nos pase a nosotros.

Yo el primero. Soy el primero al que me importa una mierda todo; No estoy en el paro, la sanidad me la suda porque tengo salud (creo), la educación me la trae al fresco porque ya terminé el colegio y las pensiones aún me pillan muy lejos. Pues mal, estoy siendo un cabrón. Un hijoputa. No, miento. Estoy siendo un verdadero HIJOPUTA, con mayúsculas.

Necesitamos un "movimiento social" sin más ideología que la lucha contra la injusticia que nos rodea, empezando por la más cercana. Y es que somos gilipollas porque la frase que más se dice en los bares (o en lugares de reunión) es que “la sociedad está fatal”, que “somos muy borregos” y que “la TV es una puta mierda”. Pero nos la suda, porque pedimos otra cerveza y los vapores de la indiferencia nos acallan la conciencia.

@HoldenCenteno

jueves, 14 de marzo de 2013

De rutina

Me dedico a vivir porque estoy vivo. Puede parecer una frase estúpida o salida de un tuit del pesado de @ifilosofia, pero no, hace tiempo descubrí que me dedico a vivir porque estoy vivo. Seré más concreto: Tengo un vecino. Esa clase de vecino que si ves que está esperando al ascensor, eres capaz de subir por las escaleras a pesar de haber tenido un día de mierda o haber vuelto de subir el puto Everest. Es un vecino que vive, como yo, pero amargado. Un hombre que no se dedica a vivir,  un hombre que amarga su vida cada día porque en un momento de su existencia decidió ser absorbido por una rutina endiablada.

Una vez me preguntaron ¿La rutina es un problema? Rotundamente no, respondí. Al contrario, la rutina es perfecta, es la clave de la vida. El grave problema es que la gente no acepta que su vida sea la misma cada día. El problema es que la gente haya decidido llevar una vida muerta.

Siempre me causaron pena esas escuetas conversaciones de "-¿Por qué lo dejasteis? -Nada, por la rutina, llegamos a un punto en que todo el rato era lo mismo... Los mismos planes, las mismas formas..."
Creo en la existencia de personas que están juntas cuando no deberían de estarlo y hacen que su vida sea más insoportable. También creo en la existencia de dos personas que juntas, cada día, hacen las cosas más sencillas de la vida, las cosas más cotidianas del mundo, los planes más normales de siempre, todos los días de su vida sabiendo que son las personas más felices de la jodida tierra.

La gente echa la culpa de todo a la rutina para esconder sus malditos fracasos en ella. Los que culpan a la rutina, son los mismos que resumen su existencia en salir a emborracharse cada fin de semana sobre el bordillo de una calle o se encierran en una discoteca de mierda. Son los que se pasan las horas en un maloliente bar mientras dejan sola a su mujer en casa. Son los mismos que moldearon su corazón hasta convertirlo en una pocilga para que habiten en ella los cerdos.

A veces tiemblo cuando me imagino las respuestas de esas personas si les preguntara ¿Amar a la misma persona es una mala rutina?

@HoldenCenteno

miércoles, 6 de marzo de 2013

La bomba atómica


La naturaleza de las personas es sencilla y fácil. La cabeza humana ya es otro asunto. La puta cabeza es la bomba atómica más peligrosa y complicada que haya existido en la historia de la humanidad y a lo largo de todos los siglos nos hemos convertido en auténticos expertos en utilizarla para lo incorrecto; para hacer daño a las personas que queremos y a las que odiamos, para autodestruirnos y destruir historias que pudieron ser perfectas e incluso para ser capaces de morir en vida.

A pesar de que tengamos una bomba atómica sobre los hombros, como decía al principio, las personas son sencillas y fáciles. Quiero decir con ello que podemos ser felices con muy poco. Hace años descubrí que las cosas que me hacen feliz están al alcance de mi mano. Descubrí que puedo ser feliz cagando mientras leo el periódico del día y que no hay felicidad tan grande como la de pasear por el centro de la ciudad sin  conocer el nombre de las malditas calles, a pesar de llevar toda la vida recorriéndolas. También descubrí que soy feliz cuando voy a comer a un fast-food o cenando la tortilla de patatas que prepara mi madre. Puedo ser feliz haciendo la compra en el supermercado y recorriendo una línea de metro que me lleve a una cita perfecta.

 Descubrí que puedo ser feliz descubriendo grupos de música y que no hay emoción más grande que la de volver a escuchar una canción que hacía tiempo habías olvidado, darle al “Play” y ser capaz de transportarte a un momento determinado de tu vida y que el cerebro te permita oler lo que olías en aquella época y sentir como sentías en aquellos días que creías que ya habían muerto y sin embargo te equivocabas, y ahí siguen, en lo más profundo de ti.

Descubrí que no hay nada más potente que descubrir que siempre te quisieron a pesar de ser un completo fracasado y fallar día tras día a esa persona que sólo quiso explotar tu bomba atómica para hacerte feliz, feliz como nadie, y sin embargo sigues engañado, pensando que leer literatura mientras cagas, te hace feliz.

@HoldenCenteno